Se conocieron en Lisboa en mayo de 2022, en ese primer verano que volvía a sentirse libre después del encierro de la pandemia, cuando el sol empezaba a entibiar las veredas pero todavía no apuraba a nadie. Ella estaba sentada en la escalera del Mirador de São Pedro de Alcântara dibujando en su cuaderno, y él se acercó con la excusa de mirar la vista. Fue una frase mínima —“¿Te puedo mirar desde acá sin molestar?”— la que abrió el juego. Ella se rió sin levantar la vista. Después alzó la mirada y lo vio a él con su libro subrayado en los bordes. “Ahí empezó todo”, cuenta Sofía con la sonrisa más linda del mundo.
Sofía tenía veintisiete años, pelo oscuro y revuelto, una mochila llena de pinceles, y una forma suave de moverse por el mundo. Había estudiado Diseño Gráfico en la UBA, pero lo suyo era la ilustración. Vivía en Colegiales, en un PH de dos ambientes con paredes llenas de dibujos. Había juntado algo de plata trabajando freelance y se había ido de viaje sola por Europa por tres meses. “Era mi viaje sabático”, dice juntando las palmas de sus manos como quien le reza al Universo.
Tomás también tenía veintisiete, y vivía en Almagro. Estudió Arquitectura, también en Ciudad Universitaria, pero lo suyo era más conceptual. Se había enganchado con la bioarquitectura y estaba haciendo un máster en Barcelona. Ese fin de semana se había escapado a Lisboa con amigos. Llevaba una camisa de lino arrugada, un cuaderno de notas en la mochila y una sonrisa tranquila, esas que parecen no tener apuro. “No sé si era un potro pero algo en él me atrajo y, de repente, me sentí como en casa, ¡era un bardo hermoso!”, explica con sencillez lo que se siente al conectar con alguien que, “no sabés por qué pero sólo sabés que es ahí”.
Estuvieron hablando más de tres horas. De libros, de casas, de ciudades. De relaciones, de viajes, de cómo se sentía estar lejos de todo. Ella le mostró un dibujo que acababa de terminar. Él dijo que era precioso. “Creo que hablábamos el mismo idioma y eso me seducía mucho”, intenta Sofía definir su estado. Terminaron compartiendo una bifana –el popular sándwich que se come en Portugal, de cerdo marinado con ajo y especias, que se sirve bien caliente y suele disfrutarse como comida callejera– en un bar escondido en el barrio de Graça. Cuando se despidieron, no hubo promesas, pero sí un intercambio de celulares.
Al día siguiente se vieron de nuevo. Y después otra vez. “No fue una historia de amor de película, fue de coincidencia emocional”, aclara extrañada de su propia conclusión. Dos personas con preguntas parecidas, con ganas de probar si había otra manera de estar con otro sin perderse.
Cuando volvieron a Buenos Aires —ella en junio, él en julio— ya se habían escrito todos los días. “Recién con Tomás pude entender la frase, ‘cuando fluye, fluye’. Antes me la decían y hasta me daba bronca pero es tal cual: entre nosotros todo fluyó del modo más hermoso”, tararea ella como si cantara una balada romántica. No lo pensaron demasiado. Se buscaron. Se vieron. Y decidieron estar juntos.
Pero desde el principio, dejaron claro algo: no querían una pareja tradicional. No porque les diera miedo el compromiso, sino porque sentían que la fidelidad podía pensarse de otro modo. “Hoy puedo darme cuenta que surgió más de él y yo me adapté. No sólo por amor sino que hasta me pareció divertido, ¿por qué no? Pero bue…”, apunta con una intensidad que se desvanece, desnudando algo de arrepentimiento en aquella decisión. Hablaron durante días. Armaron una especie de contrato: se querían, se cuidaban, se respetaban. Pero también se daban espacio. Si alguno quería estar con otra persona, podía. La única regla era avisar. Nada a escondidas. Nada que hiriera por omisión. “Y nada de enamorarse”, suma Sofía, estirando una de sus comisuras y disparando sus cejas al cielo, con el típico gesto involuntario de la resignación que, ahora es más que nada un reproche a sí misma. “Era nuestro contrato de amor: hasta lo escribimos e hicimos un pdf. Estábamos contentos, era toda una aventura”, señala más animada.
Sofi y Tomi - Tomi y Sofi
Nuestro acuerdo de amor
Ambos tener en claro y respetar que:
Agosto 2022
Durante meses, funcionó. Salían juntos, dormían juntos, hacían planes. Pero también, a veces, uno salía con alguien más. No siempre lo contaban con detalle. Pero lo hablaban. Y eso, decían, los acercaba. “Sí, estaba bueno”, se sincera ella sorprendida, y refuerza: “Nos excitaba un poco saber e imaginar al otro”. Sentían que estaban construyendo algo maduro, sin trampas. “¡Y re toxi!”, declara entre risas endulzando la palabra venenosa, hoy con la historia masticada.
Sofía, incluso, se enganchó unas semanas con un fotógrafo que había conocido en una muestra en Chacarita. Tomás lo supo. Se lo contó con naturalidad. Él lo tomó bien. Después le pasó a él. Se había encontrado con una ex en un bar de Villa Crespo. Se besaron. Al día siguiente se lo contó a Sofía. Ella lo escuchó, le hizo un par de preguntas, pero no se enroscó. “El amor no tenía por qué ser una cárcel”, declara con dudosa confianza. Estaban probando algo. Y, durante un tiempo, parecía que lo lograban.
Lo que quebró el equilibrio no fue una traición. Fue una charla, un café, un interés que creció como crecen las cosas importantes: despacio, sin aviso.
Tomás la conoció en una feria de arquitectura alternativa que se hacía todos los años en Parque Lezama. Clara tenía una mesa chiquita con alfombras tejidas a mano, colores apagados y texturas irregulares. Hablaba con la lentitud de los que nada esperan, como si cada palabra hubiera sido pensada antes de decirse. Él le preguntó si podía hacerle una entrevista para un proyecto que estaba armando sobre diseño y hábitat. Ella le ofreció un mate. Y ahí empezó algo que ninguno quiso detener.
La vio una vez, después dos. Fueron a una muestra en el Centro Cultural Borges, tomaron una cerveza artesanal en un bar de la calle Piedras, caminaron hasta Constitución sin mirar la hora. Él sabía que se estaba saliendo de las reglas. Lo pensó. Lo evaluó. Y volvió.
La cuarta vez que se vieron, ya no pudo fingir que no pasaba nada. Esa noche volvió a casa y se metió en la cama sin hablar. Sofía, que siempre lo olía antes de escucharlo, le preguntó si seguía viéndose con la misma chica. Él dijo que sí. Ella asintió. “Era obvio, yo sabía, siempre lo supe”, apunta por lo bajo con una sumisión que entristece. Se quedó sentada en la cama, con las ideas cruzadas y el pelo desordenado, y le preguntó si era algo más que físico. Tomás tardó en responder. “Todavía recuerdo esos segundos, ese silencio insoportable… Cuando es un ‘no’, ni lo pensás”, medita Sofía con el alma marchita. Luego de segundos que parecieron años, Tomás dijo que se sentía bien con Clara. Que lo hacía pensar en otras cosas. Que no quería dejar de estar con Sofía, pero tampoco quería mentirle. “Pero me mentía, o sea, no con las palabras, sino con los sentimientos y hasta creo que lo hacía sin querer lastimarme pero a esa altura yo ya estaba rota”, se sincera con lágrimas en los ojos.
Entonces lo hablaron de frente, por primera vez. No con listas ni frases encubiertas. Sofía le preguntó si estaba enamorado. Él, “de vuelta”, no contestó enseguida. “No hacía falta, lo conocía como nadie, ya lo sabía”, repite Sofía como el estribillo de un tango mustio. Entonces, Tomás cerró los ojos, como si eso pudiera ayudarlo a ordenar el deseo. Dijo que tal vez sí. O que estaba empezando a estarlo.
“Ahí se rompió algo… o todo”, sentencia Sofía con una determinación que conmueve. No hubo un portazo. Más bien un abismo que quedó flotando en el cuarto como si ya supieran que era el principio del fin.
Durante las semanas que siguieron, Sofía se esforzó en sostener algo que ya no la sostenía. Se repitió que habían acordado esto. Que estaba dentro de lo pactado. Que el amor no era una cárcel. Pero cada vez que él hablaba de un almuerzo con Clara o de una frase que ella le había dicho, Sofía sentía que algo se le achicaba por dentro. “El corazón”, dice estrujándose el pecho.
Intentó salir más. Conoció a un chico que vendía cuadernos artesanales en una feria de la plaza de Colegiales. “Le quería poner onda, me sobre exponía y terminaba usando a otros y lastimándome yo”, declara con remordimiento. Se mandaron audios largos, salieron a tomar vino a un barcito de Gorriti y Carranza. Se besaron una vez en la esquina de una estación de servicio. Pero no era lo mismo.
Una noche, después de ver una obra en el San Martín, Sofía y Tomás caminaron por Corrientes sin decir una palabra. “Era horrible, el aire se cortaba”, dice negando con la cabeza, como si tal gesto ayudara a reparar la pena. Él le quiso dar la mano, pero ella no la tomó. Le dijo que necesitaban parar. Que él ya no estaba ahí. Que, diga lo que diga, ella lo sentía lejos. Que no era bronca ni tristeza. Era otra cosa. Una especie de comprensión inevitable. “Como cuando te das cuenta de que es domingo a la noche: el fin de semana se termina, sabés que ya hay que volver a la rutina y, aun así, te agarra la angustia”, explica Sofía en una metáfora la congoja de lo malo conocido que aborrece.
Tomás intentó decir que no era tan así. Que la quería. Que todavía podían reconfigurar algo. Pero ella le sonrió con los ojos húmedos y le dijo que no. “¿Acaso se puede seguir mirando al otro igual después de eso?”, lanza Sofía la pregunta retórica, y rápido se contesta: “No. Absolutamente no, nada es igual después de que los ojos que alguna vez te miraron con amor, ahora ven a otra”. Sofía le dijo que si él estaba enamorado de otra persona, entonces ya no había nada que negociar. Que estaba bien. Que no se odiaban. Que lo que habían intentado había sido lindo, incluso ahora.
Esa fue una noche triste, se abrazaron como se abrazan los que no saben que no van a volver a verse así. Con los cuerpos apretados y los corazones quietos.
Después de la separación, Sofía volvió a dormir del lado izquierdo de la cama, como cuando vivía sola. Le costaba más de lo que quería admitir. “No por Tomás, o no sólo por él, sino por todo lo que habíamos construido”, admite.
Volvió a su rutina, pero ya no era la misma. Ilustraba sin tanto entusiasmo. Iba a ferias, pero se iba temprano. Sus amigas le decían que estaba “ida”. Ella respondía que estaba bien, “sólo repensando cosas”.
Empezó terapia en un consultorio sobre Cabildo. Iba los jueves, a las seis de la tarde. “Elegí especialmente ese día y hora, que era cuando me empezaba a agarrar la angustia del fin de semana vacío”, dice y por primera vez sus manos se calman. Ahí hablaba de los límites entre la libertad y el cuidado. De las formas posibles del amor. De los vínculos que no se ataban pero tampoco se cuidaban del todo. Y también de Tomás. Aunque cada vez menos.
En diciembre, se compró un pasaje a Tucumán para ver a su madre. Pasó Navidad allá, comiendo ensalada rusa con mayonesa casera y brindando con sidra tibia. Volvió más liviana.
Mientras tanto, Tomás seguía con Clara. Habían pasado de los encuentros esporádicos a un vínculo más serio, aunque nunca le puso nombre. A veces, cuando caminaba por la calle Honduras y pasaba por la librería donde Sofía una vez le había leído un poema de Idea Vilariño, sentía un nudo en la garganta. Pero no volvía.
Sofía empezó a salir con alguien nuevo en febrero. Se conocieron en una muestra en Recoleta. Él era fotógrafo, vivía en Saavedra, tenía una hija chica de una relación anterior. Era dulce, paciente, un poco intenso. Salieron tres veces. Después ella le dijo que todavía no estaba para nada muy serio. “Pero nos besamos bien”, recuerda. Eso, pensó, ya era un avance.
En marzo, cuando volvió a abrir el taller donde ella daba clases de acuarela, Tomás le mandó un mensaje: “Vi que arrancaste de nuevo. Me alegra mucho. Que estés bien”. Ella lo leyó, lo dejó en visto un rato, y después respondió: “Gracias. Estoy bien. Espero que vos también”.
Esa noche Sofía soñó que volvían a encontrarse en una plaza, en una especie de picnic eterno, con manteles de colores y canciones que sabían los dos. “Cantábamos con una alegría descontrolada y todavía puedo escuchar nuestras carcajadas contagiosas, y Tomás tenía la mirada más feliz que jamás le haya visto”, remata todavía inmersa en aquella fantasía. Sin embargo, al despertar, no quiso volver a ese sueño. Le alcanzaba con lo que había sido.
Pasó el tiempo. No volvieron a verse. No se bloquearon. No se stalkeaban. Sólo se dejaron ir con la misma delicadeza con la que se habían elegido.
A veces, caminando por Colegiales, a Sofía le volvía alguna frase que Tomás había dicho en Lisboa. O recordaba el modo en que se acomodaba los lentes cuando algo lo incomodaba. O la forma en que la miró la noche que se animaron a vivir el vínculo abierto.
No se arrepentía. Aprendió a no romantizar la idea de amar sin condiciones. A entender que los pactos también duelen. Que el deseo de libertad no anula la necesidad de cuidado. Que se puede amar mucho a alguien y, sin embargo, no poder quedarse. Y que, a veces, lo más generoso que uno puede hacer con el amor es dejarlo ir cuando ya no encuentra su lugar. “Aprendí mucho más de lo que perdí”, dice convencida.
No volvieron ni se escribieron más.
Pero alguna vez, en alguna ciudad lejana, en otro mirador, si uno de los dos ve a alguien con un cuaderno en la mano o un libro subrayado en los bordes, probablemente sonría. No por lo que fue. Sino por todo lo que aprendieron juntos, al animarse a amar sin querer ser dueños de nadie.
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