Cuando los nazis tomaron el control de Budapest y pusieron en vigor las llamadas leyes judías, que fueron el preludio del genocidio que marcaría la Segunda Guerra Mundial, el destino del matrimonio Bergman y sus seis hijas se vio alterado para siempre. Pero la historia de esas mujeres, y la de sus descendientes, parecía estar marcada desde mucho antes.
Al menos eso es lo que descubre Anna, la protagonista de Las chicas Bergman, primera novela de la escritora húngara Ágnes Gurubi. Desde la Budapest del siglo XXI, esta mujer (tanto la narradora como la escritora) emprende un viaje hacia un pasado familiar atravesado por la historia trágica de un pueblo a lo largo de tres siglos, y que la llevará a entender que en el sufrimiento de sus antepasadas están también sus propios pesares y los de sus hijas, junto con las posibilidades de redención.
Las chicas Bergman, editada por Blatt & Ríos, cuenta en 200 páginas la historia de un linaje de mujeres que empieza en el siglo XIX en Hungría y llega hasta hoy, esparcidas sus descendientes en distintos continentes a partir de esa bomba que fue la Segunda Guerra Mundial.
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De tintes autobiográficos, la narradora emprende una investigación de su historia familiar, de su pasado judío, olvidado y negado por esa rama de la familia, y para eso viaja a Argentina y a otros tiempos, buscando en las heridas del pasado una verdad que le hable de las cicatrices del presente.
Así empieza “Las chicas Bergman”
En mi historia faltan los hombres. Al igual que en la historia de todas mis ascendientes mujeres. Son invisibles. De la misma manera que lo era yo para mi padre. A mí, mi padre nunca me vio. Para él yo era transparente. Como una membrana. Miraba a través mío como por una ventana impecablemente limpia. Una niña fantasma.
Nací el mismo día que su madre. Tal vez ese fue el problema. O que fui niña. Error fatal. Irreparable. Él tenía veintisiete años cuando nací. En ese momento ya era padre de una niña de dos años. Esperaba a un niño, aunque nunca hubiera podido admitirlo. Un niño para jugar al fútbol, ir a pescar, mirar partidos. Con quien poder ir al bar a tomar cervezas. No lo logró. Fracasó. A falta de algo mejor, iba solo al bar. A ahogar sus penas. Mi padre tenía muchas penas. Dos veces más que mi abuelo y tres veces más que mi bisabuelo. Todos los días se proponía ahogar sus penas en alcohol. Una y otra vez. Pero, de alguna manera, el montón de penas no se agotaba.
Entre mi madre, mi hermana mayor y yo intentábamos luchar contra todas estas penas. A mí era a la que menos le salía. Sin embargo, me esforzaba. Con todas mis fuerzas, con cada una de mis fibras y mis células, con cada poro de mi piel. Quería que mi padre estuviera orgulloso de mí, e hice todo para llamar su atención. En el jardín de infantes me quedaba afónica de tanto gritar, me trepaba a los árboles, me peleaba a golpes, pateaba, mordía, rompía todos mis pantalones y medias a la altura de las rodillas, gastaba la punta de todos mis zapatos, y a la noche me sentaba a comer a la mesa toda transpirada y sucia. Gritaba, pataleaba. Pero no pasaba nada.
Con el paso del tiempo me hubiera conformado simplemente con su aprobación. Después mis expectativas bajaron todavía más. Me hubiera alegrado el sólo hecho de que percibiera mi existencia. De adolescente mi deseo de reconocimiento se convirtió en una ira desenfrenada. En una ira que barría y arrasaba todo. Este sentimiento era mi propulsor. Era el tejido que sostenía mi cuerpo. La sangre que corría por mis venas era bombeada por la rabia. Y por la vergüenza. En mi tórax, un corazón congelado como el hielo.
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Después de los cuarenta me amigué con estas palabras que hoy escribo. Me son más familiares que las que alguna vez se pronunciaron. Desde que me mudé del pequeño asentamiento donde nací, en la zona de Buda, a aquí, al lado del Danubio, todos los días camino hasta la orilla del río. Me pongo mis zapatos rojos. Los compré hace un año. Tienen unos rasguños en la punta, y si los miro me coquetean con el color del cuero gastado. El verano pasado el agua arrastró hasta la orilla un tronco irracionalmente grande. Me gustaba ese tronco. Después de correr, me sentaba sobre él y miraba el viejo y sucio río. Respiraba el olor del agua. El olor familiar del Danubio, que sólo se puede sentir si uno está en la orilla. Observaba cómo las barcazas inflaban las olas, escuchaba el chirrido de las piedritas debajo de los zapatos de la gente que paseaba por allí.
Hay una voz en mi cabeza. A orillas del Danubio es donde más fuerte la escucho. Me dice que recuerde, que evoque cuándo fue que se congeló mi corazón. Que vaya profundo, que descubra, que encuentre a las demás mujeres de mi familia con el corazón congelado. La voz en mi cabeza me lo dice una y otra vez. La voz es la voz de un hombre.
En mi familia sólo las mujeres están presentes. Las que pertenecen al pasado ya murieron, pero también ellas están presentes. Mi tatarabuela con sus tres maridos, mi bisabuela con sus seis hijas mujeres. Y está aquí conmigo mi abuela, que nunca habló de nada. Mi madre. Mi hermana, sus hijas. Y yo. Y mis dos hijas. Respiramos juntas en esta historia. Mujeres que nunca se conocieron y que sin embargo están unidas. Nos sentimos. Nos une un hilo invisible. De generación en generación. Como delgadas telas de araña. Nos enredamos en ellas sin darnos cuenta. Me gustaría inspirar hondo. Junto con todas las demás mujeres. Las que ya murieron, las que ahora viven y las que todavía no nacieron.
“Cuando alguno tomare mujer y se casare con ella, si no le agradare por haber hallado en ella alguna cosa indecente, le escribirá carta de divorcio, y se la entregará en su mano, y la despedirá de su casa. Y salida de su casa, podrá ir y casarse con otro hombre”. Deuteronomio, capítulo 24:1-2
Róza Hirsch no era una mujer especialmente linda. Tenía los ojos pequeños, la cara redonda y una mirada vivaz. Se casó con un alumno de una yeshivá, matrimonio que fracasó poco antes de que naciera su tercera hija. La única huella que dejó Áron Adler en la historia familiar es su nombre y sus tres hijos.
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Al amanecer del día en que Róza hizo las valijas soplaba un viento fuerte en aquel pueblo de la llanura húngara. En las calles el viento levantaba las hojas secas de los árboles, dejando a su paso una gran polvareda. Junto con las hojas se elevaban también algunas piedritas pequeñas, que parecían querer volar hasta el cielo y que revoloteaban alrededor de la pollera de Róza para luego, con una fuerza renovada, volver a caer. Ella simplemente iba, con la cabeza gacha, ajustándose el pañuelo con más fuerza, tapándose la cara con la mano. A cada soplido del viento se encontraba con una nueva nube de polvo en su camino, pero ella no frenaba, seguía con su paso obstinado, incluso cuando las partículas rebeldes de polvo que se le pegaban a los ojos empezaban a arderle en la piel, a picarle en la cara.
Entremedio de sus dientes crujían los granitos de arena. Su valija no era pesada, sólo llevaba lo necesario. Lo que le pesaba era el corazón. Partía hacia Budapest dejando a sus hijos para comenzar una vida nueva. Jen?, de dos años, Lázár, de uno, y su hijita, una niña de tres meses, quedaban a cargo de su abuela. La niñita se llamaba Lenke Adler. Ella era mi bisabuela.
Mis antepasados son de espíritu viajero. Llevan la huida en la sangre. Para ellos la sensación conocida y familiar es la de la exclusión.
Mi tatarabuela nació en 1881 en Avas-Fels?falu. Hacia fines del siglo XIX este pueblo, que actualmente es parte de Rumania, registraba unos 274 habitantes judíos. Mi tatarabuelo nació a setenta kilómetros de allí, en Avasújfalu, adonde los primeros habitantes judíos se mudaron en la década del cincuenta del siglo XVIII. A partir de 1893 comenzó a funcionar una yeshivá, y desde 1845 hasta tuvieron su propio rabino. A principios del siglo XIX la mayoría de los habitantes judíos, que vivían principalmente en los pueblos, se dedicaban al comercio, a la producción y venta de aguardiente húngaro, al alquiler de molinos, destilerías y tierras y a distintos oficios como el de sastres, curtidores o carniceros.
Mis tatarabuelos partieron de Transilvania en 1896. Acomodaron en una carreta sus humildes bártulos y se asentaron en Makó. A pesar del nacimiento de sus hijos y del asentamiento el matrimonio no fue exitoso. El temperamento impulsivo de mi tatarabuela y la determinación y el compromiso de mi tatarabuelo hacia los estudios de la Tora no resultaron ser una buena combinación. No lograron echar raíces, los preceptos religiosos fueron insuficientes para fundamentar el sacramento de la familia. Se divorciaron antes del nacimiento de mi bisabuela.
De acuerdo a las leyes de la sagrada escritura judía, el matrimonio se disuelve si el marido le entrega a la esposa una carta de divorcio. Este documento –que en arameo lleva el nombre de get– sirve como prueba del divorcio y, al mismo tiempo, lo valida. El sistema legal de la religión judía requiere también el divorcio civil; pero, sin el get, la pareja sigue considerándose casada para la ley religiosa incluso aunque vivan separados y cuenten con el documento civil que certifique el divorcio.
Róza Hirsch llegó a Budapest en enero de 1905 con una sola valija en la mano. Adentro, debajo de sus ropas y su único par de zapatos, se encontraba su partida de nacimiento y la garantía de su libertad, la carta de divorcio. La familia nunca más volvió a escuchar de Áron Adler. Róza optó por empezar de cero, y como era una mujer habilidosa, capaz, trabajadora, que aprendía muy rápido, no le costó conseguir trabajo. Decidió que ni bien pudiera, traería consigo a sus hijos, que habían quedado en el pueblo, y a su madre.
Empezó a trabajar como costurera en una sastrería en la calle Baross. El dueño se llamaba Móric Rosenthal y había enviudado joven. No tardaron mucho en sentirse unidos por algo más que la religión. Después de casarse por segunda vez, lo primero que hizo mi tatarabuela fue traer a sus hijos, y para cuando mi bisabuela empezó el primer grado en la Escuela Primaria Ortodoxa de Mujeres de la calle Kertész, ya se enorgullecía de sus dos medio hermanas: una parejita de mellizas.
Después del nacimiento de Ella y Sarolta vino un varón. Con Mózes, la familia quedó completa. Se cumplía así el sueño de mi tatarabuela: una familia grande, muchos hijos, un marido confiable, una vida pacífica. Todos los viernes a la noche, cuando la familia de Róza prendía la vela y se sentaba a la mesa, que estaba puesta de una manera hermosa, mi tatarabuela miraba a su alrededor con satisfacción. Con sus seis hijos y su marido sentía que nada malo podía pasarles.
Cuando entró en vigencia la primera ley judía Róza tenía cincuenta y siete años. Su segundo marido llevaba diez años muerto. Vivía junto a su tercer marido, el rabino Salamon Strausz, hacía ocho años. En el otoño de 1944, con ayuda de la Cruz Roja, Róza y su marido recibieron el ingreso al Hospital Bíró Dániel de la calle Városmajor. Esperanzados con poder salvarse, nunca se imaginaron que con esa mudanza estaban firmando su sentencia de muerte. Todavía no sabían, al doblar por la rotonda Krisztina hacia la calle Városmajor, que ese sería su último viaje juntos.
Róza se divorció joven, luego perdió a un marido, dio a luz y crio a tres hijos y tres hijas. De parte de mi bisabuela tuvo seis nietas, entre ellas mi abuela. Róza se cae y se vuelve a levantar, se derrumba y vuelve a empezar. Es una verdadera sobreviviente. Firme, perseverante y fuerte. Cree en dios y cree en la vida.
Quién es Ágnes Gurubi
♦ Nació en Budapest, Hungría, en 1977.
♦ Es escritora, periodista y editora.
♦ Estudió Húngaro y Literatura en la Universidad Pedagógica Loránd Eötvös y Pedagogía Dramática en la Universidad de Artes Teatrales y Dramáticas.
♦ Las chicas Bergman es su primer libro.
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