Por Marisol EscárcegaA la puerta de la vecina tocó un encuestador del Inegi, era para el Censo de Población y Vivienda de 1990, Rita tenía 10 años.
El joven comenzó a hacerle preguntas a su joven madre, hasta que llegó a una muy particular: “¿Trabaja?”.
“Me dedico al hogar”, respondió.
“Ok, ‘sólo cuida de su casa’”, remató el encuestador.
Rita creció creyendo fervientemente que su mamá nunca trabajó, que todas las labores que hacía a diario eran parte de su vida, algo natural en las mujeres, y que no eran consideradas trabajo y muchos menos debían ser reconocidas, ni se diga remuneradas.
Rita tiene ahora 43 años.
Creció con un montón de conceptos, vivencias e ideas que se filtraron en cada aspecto de su vida.
Jugó con muñecas, a darles de comer, cambiarlas, limpiarlas, vestirlas con suma perfección.
También jugó a hacer la comidita, tenía una cocineta que el Día de Reyes le trajeron con toda clase de utensilios.
Su abuelo le regaló un set de limpieza, “para que te vayas ‘educando’”, le dijo mientras le entregó escoba, cubeta, jerga, jalador, plumero y hasta un trapo para la cabeza, claro, todo en mini.
Así que cuando Rita cumplió 12 años ya sabía cocinar, limpiar la casa, lavar la ropa, cómo sostener la cabeza de un recién nacido y cómo cambiar pañales.
Ella se encargaba de hacer sopa, agua fresca y, a veces, hasta de echar tortillas, porque su abuelita le enseñó.
Rita iba a la escuela y también la llevaban a clases de ballet, aunque ella prefería la gimnasia.
Su madre siempre le decía que no encorvara la espalda, “derechita, como una princesa, y sume la panza”.
Nunca la dejaron salir de noche y siempre iban por ella.
Rita creció adorando las películas de princesas, su favorita era Cenicienta.
Soñaba que un día llegaría ese príncipe azul que la llevaría al altar, ése era su más grande anhelo: casarse, tener hijos y formar una familia.
Por otra parte, Jaime, hermano mayor de Rita, creció creyendo que el único que trabajaba era su papá, lo veía irse temprano y regresar en la tarde-noche, siempre cansado.
Jaime jugó con balones de futbol, carritos, muñequitos de lucha, soldaditos.
Decía que sería astronauta y viajaría por todo el universo.
A Jaime le regalaban canicas, trompos, yoyós.
Veía las luchas con su papá y los domingos su abuelo lo llevaba a ver al equipo de futbol de la colonia.
Cuando Jaime tenía 15 años sabía perfectamente conducir un auto, su padre se había encargado de enseñarle.
También identificaba todas las llaves, desarmadores y pinzas.
Iba a clases de box, aunque prefería el taekwondo.
Se subía a los árboles, se raspaba las rodillas y le encantaba comer papas a la francesa.
A Jaime le agradaban las películas de terror y de acción.
Era fan de Terminator.
Le gustaba salir con sus amigos y muchas veces no llegaba a dormir.
Su sueño era convertirse en un gran abogado, como su padre.
Rita se casó a los 20 con su primer novio, 10 años mayor que ella.
Jaime a los 23, con su décima novia de 19.
Rita tuvo una niña y un niño, aunque enviudó 10 años después.
Jaime se separó de su expareja a los tres años, se juntó con otra joven, pero a los dos años se dejaron.
Tiene cuatro hijos que, a veces, los ve los fines de semana.
Rita buscó trabajo, pero tardó meses para encontrar uno: recepcionista.
Jaime trabaja en el bufete donde labora su papá.
Como ven, el machismo no surge una noche, sino que se va construyendo prácticamente desde el momento en que nacemos.
Crecemos absorbiendo toda clase de ideas de lo que debe ser una mujer y un hombre, y las asumimos como naturales, las reproducimos como si se tratara de un ritual, un deber ser.
La familia, entonces, se convierte en una especie de escuela donde se edifica la desigualdad entre mujeres y hombres que vemos a diario, y que hoy luchamos por erradicar.
marisol.
escarcega@gimm.
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