“Los caminos están plantados”: templarios y jaliscos riegan de minas a Michoacán Milenio

“Los caminos están plantados”: templarios y jaliscos riegan de minas a Michoacán. Noticias en tiempo real 15 de Junio, 2025 01:25

DOMINGA.
– “Esta carretera por donde vamos es muy peligrosa”.
Doña Carmen Zepeda, de 62 años, pronuncia esta frase refiriéndose a las minas antipersona que sembró el narco en Michoacány se ajusta sobre la nariz unos lentes de sol, para darle a continuación una calada al cigarro que fuma.
Viajo con ella y otra mujer de 60 y pocos años a bordo de una camioneta llena de polvo que, por esa orden no escrita de los grupos del crimen organizado, debe llevar los cristales abajo para que sus espías, los ‘halcones’, puedan identificar rápidamente a sus ocupantes y descartarlos como enemigos.
Carmen maneja despacio –casi sin pasar de la tercera velocidad– por el angosto camino de terracería que lleva de la cabecera municipal de Apatzingán, donde es regidora del Ayuntamiento, además de maestra y activista, hasta algunas de las comunidades rurales vecinas de Michoacán, donde predomina el cultivo de limón, como El Alcalde, El Guayabo, Holanda o Puerta de Alambre.
Con ambas manos estrujando el volante, la mujer y su acompañante se reclinan a cada rato hacia el salpicadero del coche para escudriñar cada palmo del camino.
Cualquier montículo es motivo para que la camioneta se detenga.
Los grupos criminales de la zona –como el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) y Los Caballeros Templarios– ocultan así las minas, unos artefactos explosivos que, por lo general, tienen forma cilíndrica o de mini platillo volante que se activan con el peso de una persona al pisarla o con el pasar de un vehículo.
Incluso, una rama de un árbol tirada es motivo para que las dos mujeres se muevan inquietas en sus asientos, se miren en silencio y detengan de nuevo la marcha.
Así tratan de engañar los cárteles a sus rivales: tiran una rama en un carril de la brecha para que el coche invada el otro y ahí, ¡pum!, les aguarda la mina, explica Carmen, mientras saca la cabeza por la ventanilla y señala un enorme agujero sobre la tierra a un costado del camino.
Alrededor del boquete, en un diámetro amplio de varios metros de alcance, toda la tierra luce tiznada, quemada y arrasada por el efecto de la onda expansiva de la mina.
Al no haberse reportado víctimas recientes, Carmen cree que se trata de las muchas minas que el Ejército mexicano explota de manera controlada para desactivarlas o limpiar los caminos.
“Por aquí ha habido muchas balaceras, desapariciones y reclutamiento forzado, pues los criminales ponen retenes y detienen a los vehículos para llevarse a los muchachos a la fuerza y ponerlos a combatir en sus filas”, dice ‘la maestra’, como la conocen por estas comunidades rurales de la región de Tierra Caliente, y reanuda la marcha.
Pronto, hace otra pausa en su explicación de esta “zona de guerra” en Michoacán, como la define, y se lleva de nuevo el cigarrillo a la comisura de los labios.
Limoneros atrapados en la guerra entre templarios y jaliscosA unos 30 o 40 kilómetros de donde estamos se encuentran El Alcalde y El Guayabo, dos comunidades rurales asediadas por los enfrentamientos entre el CJNG y Los Caballeros Templarios.
Ambos grupos se pelean por el cobro de extorsiones a la población, principalmente a los agricultores, a quienes les imponen cuotas para poder trabajar sus tierras y vender el limón.
Y ambos grupos son los que han hecho de estas brechas “unos caminos de terror” –Por estos caminos han muerto ya varios agricultoresque venían a su ‘huertito’ de limón a trabajar y pisaron una de esas minas –dice Carmen sacando la mano por la ventanilla, para hacer referencia al rastro de una mina ‘plantada’ que acabamos de dejar atrás.
Veinte minutos antes, cuando apenas íbamos saliendo de Apatzingán, nos topamos con un retén de militares que advirtió que acababan de desactivar dos minas en este trayecto.
“Estén atentos y ‘pelen’ bien los ojos”, ordenó un soldado.
Ya son las dos de la tarde.
La camioneta avanza hacia la comunidad de Puerta de Alambre, donde viven poco más de 600 vecinos.
Ahí, el último fin de semana de marzo hubo otra balacera entre ‘jaliscos’ y ‘templas’, que un par de semanas antes, el 15 de marzo, desataron también el terror en las vecinas El Alcalde y El Guayabo con un enfrentamiento a balazos y bombasartesanales tiradas por drones; los aviones no tripulados del crimen organizado que los campesinos ven como armas venidas desde el futuro, y que les hacen correr despavoridos a refugiarse cuando escuchan sus lejanos zumbidos.
La balacera en Puerta de Alambre duró todo el día y la noche.
Ninguna autoridad se apersonó a auxiliar a una población que sólo tuvo como salida ocultarse en sus viviendas baleadas.
Rememora la maestra sin dejar de observar el espejo retrovisor; el mismo por el que, apenas unos minutos antes, observó a un joven en moto que nos puso a todos muy nerviosos en la camioneta, pues se llevaba constantemente la mano atrás del pantalón y temíamos que pudiera llevar una pistola.
Por lo que, antes de llegar a Puerta de Alambre, la maestra se ladeó sobre la carretera y el motociclista pasó de largo para alivio de los tres.
Precisamente ahí, en Puerta de Alambre, el miércoles 2 de abril murió uno de esos agricultores de limón de los que habla la maestra Carmen Zepeda; un hombre que salía de su huerta cuando, arriba de su moto, pisó una mina antipersona que estaba oculta en la tierra.
Carmen, que conocía al agricultor, quiso ir al sepelio y me invitó para que conociera en qué condiciones viven cientos de personas en estas comunidades asediadas por los grupos criminales.
–Aquí la gente es muy buena; es gente de campo, humilde, trabajadora, pues.
Gente que nació aquí y nunca han salido de acá, que sólo conocen estas tierras, sus tierras.
Pero viven en mitad de una guerra de cárteles y ninguna autoridad se pronuncia, ni hace nada para ayudarlos.
Es como si estas personas no existieran.
Campesinos de Michoacán van con miedo a cortar limónLa camioneta de la regidora entra despacio a la comunidad de Puerta de Alambre.
Son casi las tres de la tarde y los 40 grados de Tierra Caliente se sienten como si una enorme plancha de plomo nos aplasta la cabeza.
El ancho camino de terracería que disecciona el poblado luce desierto, salvo por unos tipos con gorra que, con sus motos aparcadas a pocos metros de distancia, están sentados en unas sillas de plástico bajo un techo de lámina echando cerveza.
A nuestro paso, interrumpen las risotadas y nos miran con recelo.
–Esos son ‘punteros’ –murmura Carmen, para hacer referencia a que los tipos son informantes del crimen organizado.
La maestra aparca la camioneta aprovechando la sombra generosa que ofrecen unas palmeras.
La casa del agricultor es de planta baja, como todas en la comunidad de Puerta de Alambre, con un patio delantero.
Ahí, donde se suelen sentar a tomar el fresco por la noche, ahora 12 mujeres están de pie junto al féretro de madera, que está apoyado sobre una base y rodeado por cinco enormes coronas de flores y dos cirios grandes, uno a cada costado del ataúd.
Abajo, en el suelo, una hilera de 10 veladoras titilantes forma una cruz luminosa.
El olor de la cera quemada se mezcla con el de las flores coloridas de las coronas mortuorias, el desodorante de los hombres y el insecticida contra los zancudos que, voraces, devoran pies, piernas, brazos y cuellos de los campesinos que hacen fila para despedirse de su compañero asesinado.
Observan su cadáver negando con la cabeza, en un gesto que destila ternura, tristeza e incredulidad.
Frente al féretro, una de las 12 mujeres cierra con fruición los ojos y canta una sentida plegaria:Alma, no estés tan dormida,que en el cielo tengo flores.
Ve con mi madre querida,refugio de pecadores…El hermano del agricultor, de los que reservo sus nombres por motivos de seguridad, es un hombre de unos 30 años, moreno, de manos grandes para el trabajo rudo en el campo de limones.
Viste un pantalón negro y una playera tipo polo de color gris.
–No sabe lo que nos duele que haya muerto así, de una forma tan cruel e injusta, porque nosotros nada tenemos que ver con esos señores [del crimen organizado].
Mi hermano dejó a sus hijos atrás.
Dejó tantas cosas, tantas ilusiones rotas –murmura el hombre que, sentado en una silla de plástico, mira hacia el féretro, desolado y con los ojos enrojecidos, cansados por el llanto y la noche en vela.
En frente de la casa, la familia instaló una carpa y unas sillas para que los visitantes los acompañen bajo una sombra.
La mayoría son agricultores de limón; hombres de aspecto rudo y campechano, de pantalón tejano y cinto, sombreros, botas, camisas desabotonadas hasta el pecho, acompañados por mujeres que miran al suelo y niegan con la cabeza, el gesto más repetido en el sepelio.
–Vamos con miedo a cortar limón –dice uno de los agricultores con voz queda, un señor en sus cincuenta de aspecto aún fornido.
“Pero tenemos que salir a nuestra huerta a trabajar la tierra.
No tenemos de otra, o ¿morirnos de hambre? –Le tenemos pánico a las minas –dice ahora una de las mujeres que acompañan a los campesinos, que espanta a los zancudos azotándose con un trapo la espalda y los hombros, como si se estuviera flagelando–.
No podemos llevar a los niños a la escuela ni ir a trabajar, los caminos están plantados de minas.
Mi esposo sí va porque dependemos de eso para comer.
Pero nunca sabemos si va a regresar.
–Los campos se están echando a perder porque nadie los riega –apunta otro agricultor que se protege del sol con una gorra de béisbol–.
Ahora parece que los ‘señores’ [los líderes de los cárteles en disputa] ya están dando algo más de chance para regar pero hasta hace muy poco no te dejaban ni entrar a la huerta.
El hombre se quita la gorra y se seca el sudor que le resbala por las sienes.
Tiene el resto prematuramente agrietado por el corrosivo sol.
–Esas gentes unas veces te dejan trabajar y otras nomás no.
Entonces el limón se ‘acanica’, se seca.
Esa gente tampoco te deja traer pipas de agua, ni dejan activar las bombas de agua.
Y por eso muchos agricultores ya están dejando el campo, quieren proteger a sus familias y porque tienen miedo a salir volando.
Desde luego, ese miedo a “salir volando”, como dice, está más que justificado entre los campesinos de Puerta de Alambre y de las comunidades vecinas, pues el agricultor que yace en el féretro no ha sido la única víctima de los explosivos en estos dos años en que los vecinos aseguran que los enfrentamientos entre criminales arreciaron.
Un activista que pide anonimato del Observatorio Regional de Seguridad Humana de Apatzingán documentó que, en los primeros cinco meses de este 2025, van al menos 10 personas que han sido víctimas de las minas explosivas en la región de Apatzingán-Buenavista, ya sea como víctimas mortales (7), como lesionados de diferente consideración (3).
O en otras cifras: cada 14 días se registra una víctima de minas antipersona ‘plantadas’ por los cárteles de la droga en su disputa por la región.
Un vehículo de la Guardia Nacional pisó otra mina antipersona“Los caminos de Apatzingán no sólo se están volviendo ‘caminos de terror’, sino que ya es una causal para que la gente abandone su lugar de residencia y queden abandonados los pueblos y las cosechas porque no es posible vivir ni prosperar en un contexto de violencia así”, dice el activista Observatorio Regional de Seguridad Humana de Apatzingán.
Subraya además que al menos 40% de los casos de víctimas porminas antipersona, que tienen documentados en la región son de trabajadores del campo, especialmente de los agricultores de limón.
Muy poco después de esa entrevista, el 16 de mayo, cuando no se habían ni cumplido dos meses de la muerte del campesino en Puerta de Alambre, otro agricultor de limón, de 29 años, pisó otra mina cuando iba a bordo de su tractor en un huerto muy cerca de El Alcalde.
Salvó la vida porque el tractor lo protegió.
No corrió con la misma suerte otro compañero, el 21 de mayo, que pisó otra mina y murió en el acto.
Mientras que, el 28 de mayo, dos oficiales de la Guardia Nacional y otros cuatro elementos de tropa, murieron en los límites de Michoacán y Jalisco, en la zona de Los Reyes, luego de que su vehículo pisó otra mina antipersona.
Y las minas son sólo una parte del problema, señalan los agricultores durante el sepelio de su compañero asesinado.
Las extorsiones son el otro gran problema: tener que pagar para poder trabajar, tener que pagar cuota para vender sus productos en los mercados, donde el kilo tiene un costo entre 20 y 30 kilos.
–Los productores están temerosos porque saben que si no pagan, sus vidas corren peligro, o a sus negocios, que los queman o balean –dice doña Carmen, que toma asiento junto a los agricultores de limón para descansar un rato, antes de regresar a la cabecera de Apatzingán.
–Esto parece sacado de una de esas películas de la mafia –murmura la mujer observando el ataúd a lo lejos con una sonrisa melancólica, agotada–.
Pero no –niega con la cabeza–, no es película lo que estamos viviendo.
Michoacán no está tan lejos de Hollywood.
Templarios pusieron minas porque no sabían cómo parar a CJNGLa luz tenue de un foco que cuelga de un techo de lámina apenas alcanza para distinguir de las sombras el rostro de Eleazar, un agricultor de limón, originario de El Guayabo, una de las comunidades vecinas que el 15 de marzo vivió un ‘éxodo’ masivo de vecinos por los enfrentamientos de los ‘jaliscos’ y los ‘templas’.
Son las nueve de la noche y el calor sofocante de Tierra Caliente no da tregua.
Ahora estamos en una casa en la cabecera municipal, en Apatzingán.
Se trata de un inmueble con un largo y estrecho patio estilo vecindad que está rodeado de dormitorios en los niveles de abajo y arriba.
En el patio hay dos cocinas de gas en las que hay ollas y sartenes, y en el suelo aparecen juguetes por todas partes.
Aquí viven como pueden unas diez familias desplazadas.
Eleazar, de unos 30 años, que no se llama así pero pide anonimato, está sentado en el extremo de una mesa larga de plástico, donde una mujer alimenta en silencio a uno de los muchos bebés, niños y niñas que se mueven traviesos e inquietos de un lugar para otro.
Aunque tiene a la familia desplazada en Apatzingán, él a diario se la juega para ir a trabajar a su huerta de limones entre los caminos minados por los cárteles.
De eso depende el sustento de su familia.
–En mi rancho ya hasta aprendimos a distinguir un ‘dronazo’ de una mina terrestre –dice con una sonrisa que rezuma ironía–.
El ‘dronazo’ levanta una nube de polvo hacia arriba, como si fuera una V y no se escucha tan fuerte.
En cambio, el ‘minazo’ es más potente.
Es un ‘buuum’ seco, feo, que hace que brinquen las piedras y que los cristales de las ventanas y las casas retumben.
El agricultor bebe una taza de café negro que le acaban de servir de una olla humeante y apoya la espalda en la silla de plástico.
Junto a él, otro campesino más joven, lo escucha y asiente en silencio.
–Depende de cómo pises la mina, te puedes salvar o no –continúa Eleazar–.
Si la pisas con la rueda de delante y vas despacio, te va a destrozar el motor de la camioneta, pero chance y te salvas.
Así le pasó a un compa aquí por El Capiri, que iba cargado de limones.
Pisó con la rueda de delante, el motor quedó destrozado, pero la parte de atrás quedó intacta, sin un rasguño.
Por Las Bateas, me hablan de un profesor que iba en su carrito, un Nissan, y pisó la mina.
Como iba rápido, la bomba estalló justo debajo de su asiento.
Salió disparado por el techo.
“Ni se enteró de su muerte, ni la vio venir”.
–¿Y por qué los cárteles están usando minas antipersona? –le pregunto por su opinión del tema–.
¿Por qué cada vez se escucha más por esta zona que mueren personas por esas minas? –Pos yo me imagino que el cártel de acá [Templarios] puso las minas como una defensa, porque ya no sabían cómo pararlos –dice y encoge los hombros–.
Y aquel de más allá [CJNG], se quiere comer al chico como sea, para entrar a nuestras comunidades y chingarse todo.
Eleazar hace de nuevo una pausa.
–Mira, aquí no es de que nosotros apoyemos a uno u otro cártel.
Pero hazte cuenta que a los de aquí [Templarios], pos ya los conocemos de vista.
Y pos ellos sí avisan a la gente del pueblo, les dicen: ‘oigan, aguas, que en tal camino hay minas’.
Y los otros [Jaliscos], no.
Esos no te van a decir nada, lo que quieren es que pases y te ‘chingues’.
A continuación, le pregunto al hombre por los drones; los pequeños aviones no tripulados que, cada vez más, los cárteles utilizan para dejar caer bombas artesanales sobre sus rivales o el Ejército.
En un recorrido posterior con la señora Carmen, un agricultor de limón me mostraría en un vasito de plástico los componentes de esos proyectiles: tornillos gruesos, piezas de aluminio y hierro, clavos, tuercas enormes… Todo eso salió disparado impactando los techos de lámina en las casas donde los sicarios de uno y otro cártel se refugiaban.
En un recorrido por los pueblos se apreciaba a simple vista los boquetes.
Afortunadamente, las bombas no alcanzaron la noche de ese 15 de marzo a ningún civil.
Pero no hubiera sido la primera vez.
–Una vez me tocó ver un carro que bajaba del cerro.
Y pos que luego luego se escuchó el zumbido del dron, que le cayó encima –narra Eleazar con los ojos muy abiertos–.
El hombre le apretó al carro, pero haga de cuenta que le soltaron la bomba y ‘¡pum!’ se escuchó un estruendo enorme.
Hasta a las casas de alrededor les cayeron piedras sobre las láminas.
La mujer que da de comer a su hijo se mueve inquieta en la silla ante el relato de Eleazar.
Le limpia la boca al bebé, lo lleva al dormitorio con sus hermanos mayores para que se hagan cargo de él, y se sirve también una taza de café.
Ya son más de las 10 de la noche, pero en la calle aún se escuchan pasar ruidosas motocicletas que le exaltan los nervios, dice enjugándose el sudor de la frente con el dorso de la mano, pues la violencia que vivieron –y que viven– la hace ver sicarios por todas partes.
–Los drones pasaban por encima de la casa zumbando –toma la palabra la mujer de poco más de 30 años–.
Yo nada más le pedía a Dios que no nos dejara caer a nosotros la bomba.
Muchas veces hemos ido a refugiarnos en la escuela, porque ahí tiene techo de concreto.
Pero muchas otras veces no alcanzamos a llegar y tenemos que refugiarnos donde sea.
Hace algo más de una semana que cerró su casa en El Guayabo y huyó casi con lo puesto, pero aún continúa con los nervios destrozados.
–Estamos viviendo una guerra –dice Eleazar–.
Y los que venimos pagando los platos rotos somos nosotros, la gente de bien que sí trabaja.
Es un terror que no se puede explicar.
GSC


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