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Ella va a vigilar cada paso que dé. Noticias en tiempo real 08 de Marzo, 2025 16:00

Por: Arlon Jay Staggs“¿Por qué ya no puedo ver dónde estás?”, dice mi madre.
Cada vez que me hace esa pregunta, me hago el tonto en lugar de admitir que dejé de compartir la ubicación de mi iPhone con ella.
“Mi iOS debe haberse actualizado”, miento.
Así deben sentirse los adolescentes cuando sus madres les hacen la misma pregunta.
Pero yo no soy un adolescente; tengo 50 años.
“Bueno, ¿podrías arreglarlo?”, responde.
“Claro, mamá”.
Y vuelvo a activar la función de compartir ubicación.
La primera vez que permití que mi madre siguiera mis pasos fue cuando mi marido, Drew, y yo cruzábamos el país en auto.
Vivíamos en San Diego, pero teníamos una propiedad para vacacionar en Florida y vivíamos en ambos sitios en distintos periodos del año.
Empecé a compartir mi ubicación como medida de seguridad; al menos una persona sabría dónde estábamos si nos ocurría algo en medio de la nada.
Siguiendo nuestro camino diario, mi madre se sentiría tranquila.
Sin embargo, cuando el viaje por carretera empezó a volverse monótono —después de haber visto todos los parques nacionales y pueblitos pintorescos a lo largo del camino—, Drew y yo comenzamos a irnos en avión.
Sin más viajes a campo traviesa, desapareció la necesidad pragmática de compartir mi ubicación.
Pero era demasiado tarde, mi madre ya se había acostumbrado a ver dónde estaba.
Desde entonces, hemos establecido una rutina: dejo de compartir mi ubicación, ella llama para investigar qué sucede y luego me siento culpable y vuelvo a compartirla.
La necesidad que siento de poner ese límite no tiene que ver con la privacidad.
No voy a ningún sitio del que no quiera que mi madre se entere.
Pero a veces me gusta escaparme sin decir nada a nadie, pues hay algo liberador en el hecho de que nadie sepa mi paradero aunque en verdad no tenga nada que ocultar.
Me escondo por el bien de mi madre.
Una vez, durante un periodo en el que le compartía mi ubicación, llamó asustada por mi perro, Chip.
“Chip está bien, mamá”, le dije.
“¿Por qué lo preguntas?”.
“Vi que hoy fuiste al veterinario, y me preocupó que hubiera pasado algo malo”.
En su defensa, Chip es uno de esos perros a los que todo el mundo adora: es una cruza de labrador que adoptamos y le gusta acurrucarse y apoyarse en ti mientras lo acaricias.
Así que la posibilidad de que estuviera enfermo o herido entristecería a muchas personas, especialmente a mi madre.
De cualquier modo, el que mi madre lo supiera no solo me pareció una violación de mi privacidad, sino que le generó más preocupaciones, no menos.
Decidí dejar de compartirle mi ubicación una vez más.
“Solo era su revisión anual, mamá”, le dije.
“Te prometo que está bien”.
“Ya sabes cómo funciona mi mente”, respondió.
“Siempre pienso que ha ocurrido algo terrible”.
Es cierto; siempre supone lo peor.
En otra ocasión, se marcó sin querer su número desde mi bolsillo mientras yo hacía mandados.
Ella contestó cada una de las llamadas accidentales solo para oír el interior de mis pantalones mientras yo recorría los pasillos de un gran almacén.
Cuando por fin hablamos, estaba convencida de que me habían secuestrado en el Sam’s Club de Panama City Beach, había sido amordazado por mis asaltantes y mi única opción para ser rescatado era marcar su número desde mi bolsillo para pedir ayuda.
Lo que tenía que hacer estaba claro.
Nadie necesita el estrés de imaginar a su hijo menor maniatado en una furgoneta sin ventanas.
Sin embargo, poco después de que dejé de compartirle mi ubicación, mi hermano mayor, Paul, sufrió una grave crisis mental.
Oficialmente, le dijeron que tenía psicosis inducida por el cannabis.
Pero, a diferencia de lo que sucede en la mayoría de los casos, la suya no desapareció.
Los medicamentos atenuaron las voces en su cabeza, y vivió un tiempo con mis padres, pero luego Paul empezó a acusar a mi padre de ser un agente de la mafia y a insistir en que su verdadero padre era Elvis Presley.
Las voces dentro de su cabeza le decían que estaba en peligro, que las cámaras que tenía en los ojos también ponían en peligro a todos los que lo rodeaban.
Admitió que había dejado de tomar su medicina y la situación se volvió insostenible.
Fue entonces que desapareció.
Durante meses, mi madre estuvo angustiada por no saber el paradero de Paul.
Periódicamente, reaparecía de formas extrañas.
Las autoridades lo rescataron de un pantano infestado de caimanes en Tallahassee, donde intentaba quitarse el veneno que los “matones” habían vertido sobre él.
Llamaron de un hospital psiquiátrico de Texas para decirle a mi madre que Paul estaba allí.
Una enfermera, cuyo hermano tenía una enfermedad similar, le dijo: “Nadie puede hacer nada, cariño, a menos que tomen sus medicamentos”.
Durante años, los únicos días en los que mi madre sabía dónde estaba Paul era cuando recibía una de esas desgarradoras llamadas.
Entonces, ¿cómo podía negarle saber dónde estaba yo? Compartir mi ubicación era lo menos que podía hacer.
“Estos del iPhone, te digo”, respondí cuando me preguntó.
“¡Cuántas actualizaciones!”.
Con renuencia, activé la opción de “compartir indefinidamente”.
Mi otro hermano mayor, Hank, no lo podía creer.
“Tienes 48 años, Jay.
Corta el cordón umbilical”.
Hank es casi perfecto: siempre sacó mejores calificaciones, siempre fue mejor en los deportes; mi madre y mi padre siempre lo prefirieron.
Sinceramente, yo también lo prefiero y lo admiro.
Es austero, divertido, responsable.
Su mejor cualidad quizá sea la forma en que establece límites con todos los que forman parte de su vida.
Una vez le regaló a toda la familia en Navidad un libro titulado “Límites”.
Creo que lo hizo principalmente para darnos contexto por todas las veces que decía que no.
Pero también me tomé a pecho su reprimenda porque tenía razón.
¿Por qué yo, un adulto de mediana edad, permitía que mi madre me siguiera la pista? Volví a dejar de compartirle mi ubicación.
Sin embargo, no mucho después, recibí una llamada de Hank que solo se recibe una vez en la vida.
“Papá no la libró”, dijo.
Mi padre se había sometido a una intervención sencilla que ni siquiera requería anestesia.
Había hablado con él de camino al gimnasio, y había bromeado diciendo que no se iría a ninguna parte.
“Aún quedan muchos peces por pescar”, contestó.
No tengo recuerdos de cuando hice la maleta ni de cuando me fui al aeropuerto para volar de San Diego a Nashville.
Lo único que recuerdo es la puesta de sol mientras volábamos sobre Arizona y Nuevo México, de esas veces en que observas el contorno preciso del sol descendiendo lentamente, algo que interpreté como la despedida de mi padre, como si me dijera que no me preocupara por no haber estado ahí, que nos volveríamos a ver muy pronto.
Lo segundo que recuerdo es haber compartido mi ubicación con mi madre.
Yo sabía que ella necesitaba saber que iba en camino y, sinceramente, a mí también me reconfortaba que lo supiera.
Paul no fue al funeral de mi padre; ninguno de nosotros lo había visto en casi siete años.
No recuerdo cuándo volví a dejar de compartir mi ubicación después del funeral de mi padre.
Probablemente fue en una de mis escapadas para vivir mi duelo, reflexionar y rezar.
No obstante, sí recuerdo el momento en que volví a compartirla.
Fue cuatro meses después, el martes anterior al Día de Acción de Gracias y la víspera del cumpleaños número 78 de mi madre.
Un auxiliar del forense del condado de Clark, Nevada, llamó para notificar que dos transeúntes habían encontrado el cuerpo sin vida de Paul en una calle de Las Vegas.
En su sistema, yo aparecía como el contacto de emergencia de Paul.
Al día siguiente, haría otro viaje a casa de mi madre, donde me encontraría con Hank.
Mi hermano y yo cenaríamos con ella, comeríamos pastel y celebraríamos su cumpleaños.
Y luego le diríamos que Paul había muerto.
Drew y yo estábamos en Florida, así que no tuve que atravesar el país.
Sin embargo, antes de iniciar el viaje en auto de seis horas hasta la casa de mi madre en Alabama, compartí diligentemente mi ubicación.
Mi madre ya nunca tendrá que preguntar por qué ya no puede ver mi paradero.
La última vez que lo hizo, recurrí a ChatGPT para que me aconsejara sobre los límites.
Me contestó con un bonito mensaje que hablaba de preservar el misterio con la promesa de activar mi ubicación cuando estuviera de viaje, lo cual me pareció un buen punto medio.
Pero tras una visita reciente, dejé a mi madre en el aeropuerto y la vi formarse en la fila del control de seguridad.
Hizo lo habitual (mostró su identificación, le tomaron la foto, colocó su equipaje sobre la cinta), pero todo lo hizo ella sola.
Esa imagen me destrozó.
Mi padre, o alguien más, debió haber estado en esa fila con ella.
Estaba cargando mucho más que un bolso y una maleta con ruedas.
Salí apresuradamente al estacionamiento para llorar.
Tal vez esto de compartir mi ubicación no se deba solo a su ansiedad.
Quizá también tenga que ver con mi necesidad de saber que ella está bien; es mi manera de estar con ella en la fila del control de seguridad.
Tras la desaparición de Paul, la muerte de mi padre y todos los momentos que no pudimos controlar, tal vez compartir mi ubicación se haya convertido en un acto silencioso para darle tranquilidad, como si le dijera: “Aquí sigo”.


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