Durante cuatro meses, entre el 2 de septiembre y el 20 de diciembre de 2024, 51 hombres comparecieron ante un tribunal francés acusados de violaciones agravadas contra Gisèle Pelicot, quien fue drogada por su marido sin que ella lo supiera a lo largo de al menos diez años.
Dominique Pelicot, padre de tres hijos y un electricista retirado en un pueblito (Mazan) cercano a la Costa Azul francesa, requería a hombres a través de un sitio web de citas para que violaran, sin ningún pago a cambio, a su esposa inconsciente debido a las pastillas que le suministraba.
El juicio enfrentó a Gisèle y Caroline, la hija de ambos, a veinte mil archivos digitales grabados por Dominique Pelicot, con los cuales documentó lo que Caroline define como “el museo de los horrores”, y terminó con una condena para Dominique de veinte años de prisión por violación agravada y realización y distribución de imágenes de su mujer, y por la realización y distribución de imágenes sexuales de Caroline, y las esposas de sus dos hijos, Florian y David.
Durante el juicio se escudriñaron y diseccionaron sus vidas hasta en los más mínimos recovecos, reviviendo la pesadilla y exponiendo a la familia entera en un caso sin precedentes.
“Ser hija de la víctima e hija del agresor es una carga terrible”, confiesa Caroline en el libro Y dejé de llamarte papá (Seix Barral), en el que la hija del monstruo de Mazan reconstruye su calvario desde que la policía le informa de los delitos cometidos por su padre, y revive su existencia despojándose de cualquier certeza sobre la que hubiera podido construir su vida.
Parte de esa reconstrucción, que deja patente en este libro, ha sido descubrir y comprender la verdadera identidad del hombre que la crio, sin parar de preguntarse por qué no vio ni sospecho nada.
Y si bien está segura de que nunca perdonará a su padre, hay una imagen que aún conserva y a la que sigue anclada “como un telón de fondo”.
Porque sueña con él y en esos sueños ríen, hablan y están juntos.
Y, paradójicamente, echa de menos al que la cuidó durante 42 años, al que quiso antes de descubrir su monstruosidad.
“¿Cómo gestionar la mezcla de rabia, vergüenza y empatía por un padre?”, se pregunta.
“Mi padre es un criminal y voy a tener que aprender a vivir con esa despiadada realidad.
Aceptar el doloroso desgarro de mi necesidad de justicia, de verdad, y el amor que he podido sentir por él”.
En cualquier caso, Caroline sabe que su historia ha revelado un fenómeno social: la sumisión química (con antihistamínicos, ansiolíticos, somníferos, opiáceos, MDMA y GHB, la famosa “droga del violador”) es una práctica que está mucho más extendida de lo que pensamos y es uno de los modus operandi preferidos de los depredadores sexuales que afecta a mujeres, hombres, niños, ancianos y bebés.
“Del feminicidio al incesto [.
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.
], los casos de violencia sexual suelen implicar dinámicas de poder que transforman incidentes aislados en prácticas sistémicas”, escribe Caroline, a lo que hay que añadir, como establece, que a menudo las víctimas no son conscientes de su estado; no tienen ninguna idea de lo que les ocurre.
“A la dificultad a la hora de hablar o actuar, que caracteriza sobre todo a la violencia intrafamiliar, se añade el hecho de que no recuerdan claramente ni la agresión ni al agresor”.
En septiembre de 2022 Caroline decidió lanzar un movimiento de sensibilización y prevención llamado #MendorPas: Stop à la soumissiom chimique (“No me Duermas: Alto a la sumisión química”) con el fin de crear conciencia sobre esta práctica, para luchar por un mejor apoyo a las víctimas y para la formación sistemática de los profesionales integrados.
Pero Caroline no olvida quién es la verdadera heroína de este relato: su madre, quien tras conocerse los hechos abandonó el domicilio conyugal casi sin derramar una lágrima, “con una dignidad increíble.
Frágil, agotada, pero pudorosa, resistente”.
Y es que no tenía elección; tenía que irse, dejar su pueblo, su barrio, las montañas que tanto amaba para seguir sola con su vida, sin saber siquiera dónde.
La reconstrucción de Gisèle es ejemplar: aprendió a vivir sola, volvió a manejar, a mantener una casa, a ocuparse del papeleo administrativo; tuvo que entablar nuevas relaciones, conoció a personas que se convirtieron en amigos, sin detenerse nunca en los detalles de su vida de antes; retomando sus actividades.
Caroline la describe “luminosa, divertida, dinámica [.
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].
Nunca la hemos visto derrumbarse.
Incluso el día en que se enteró de que uno de sus violadores era seropositivo.
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Y, para colmo, ¡nunca la hemos oído denigrar a nuestro padre!” Su mantra ha sido: “Sigue creyendo en la vida y en las cosas más hermosas que te ofrece”.
Esta frase, que parece ingenua, ha mantenido en pie a su hija.
El relato de Caroline es una especie de cronografía desde el momento en que tiene el último contacto con su padre, cuando ya tiene 42 años, con una vida sin problemas, cuyo trabajo le apasiona, y lleva a su hijo de seis años al colegio y publica una foto suya en Facebook a la que su padre responde: “Buena suerte para este curso tan especial.
Tu abuelo, que te quiere”.
Pero, como indica Caroline, “nadie mide el precio de lo banal hasta que lo pierde”.
Y ella lo hace la tarde del lunes 2 de noviembre de 2020.
Se entera de que Dominique ha sido denunciado por filmar bajo las faldas de tres mujeres en un supermercado.
A raíz de ese hecho, la policía inspecciona su teléfono celular, su videocámara, su computadora.
Los hechos se agravan.
Se encuentran videos que muestran a su madre dormida, visiblemente drogada, con hombres abusando de ella, le dice un teniente de la policía al marido de Caroline, abriendo así una brecha aterradora que los propulsa a una sórdida dimensión.
La policía identifica a medio centenar de hombres, aunque contabiliza 73: estudiantes, jubilados, un periodista, se dan cita en las sesiones que Dominique organiza, fotografiando y filmándolo todo.
La víctima, Gisèle, está a punto de cumplir 68 años, pero esto ocurre desde mucho tiempo atrás.
Caroline recuerda a su padre al volante de un Renault cuando iban de vacaciones, contando chistes y marcando con la cabeza el estribillo de una canción de Barry White.
“Esa imagen feliz”, escribe, “acaba de hacerse añicos”.
A partir de ese momento será el organizador de orgías, un terrible mentiroso que desayuna como un marido normal.
“¿Qué reservas de duplicidad debes tener para haber representado la comedia de la tranquilidad durante todos estos años?”, se pregunta.
Caroline trata de atar cabos y reflexiona que su madre ha sufrido un calvario sigiloso, apenas perceptible.
Estaba algo desorientada, ausente, sufría insomnio, perdió pelo y adelgazó más de diez kilos en ocho años.
Dejó de manejar y fue perdiendo autonomía.
Vio a médicos, pero ninguno acertó e incluso le recetaron melatonina para mejorar la calidad del sueño.
Así, mediante recuerdos intercalados, Caroline va exprimiendo el jugo de su rabia, pero sobre todo exuda una tristeza que abraza a toda la familia.
“Enciendes el fuego de la pequeña barbacoa y empiezas a asar la carne, levantas la vista y me sonríes.
A nuestro alrededor, las paredes de la casa siguen reflejando el hermoso sol que nos hace a todos tan felices.
Tom se columpia, Paul trae el vino.
Una terraza, un verano, una familia.
Te odio”.
También hace preguntas, algunas veces dirigiéndose a su padre: “¿Siempre has estado trastornado?” “¿Es posible vivir con un padre sin llegar a conocerlo?”Caroline habla también de la avalancha que se les viene encima cuando tiene conocimiento de los hechos y de la investigación policial.
Es, observa, un “chapoteo en el fango”.
En un momento, pregunta a un teniente si durante los interrogatorios su padre ha mostrado algún remordimiento hacia su madre o hacia sus hijos.
“No”, responde el oficial, “su padre me ha dado simplemente las gracias por ‘quitarle un peso de encima’ ”.
Además, lo que revela la policía es aun más abrumador: al descifrar el disco duro del teléfono celular de Dominique, los expertos descubren más de veinte mil fotografías y producciones pornográficas personales, “más cercanas a la barbarie que a simples fantasías sexuales”, señala Caroline, quien pide al teniente que encabeza la investigación transmita un último mensaje a su padre: “Por favor, dígale que no lo perdonaré nunca y que ha arruinado nuestras vidas”.
Ella también aparecerá en los archivos: dos fotos, dos instantes nebulosos en la memoria de Caroline, que quisiera mejor no recordar, no reconocerse.
Pero es ella.
“Así que también a mí me ha drogado”, anota.
Entonces le dicen que una evaluación psiquiátrica ha revelado en su padre una perversión ligada al voyerismo y que las pruebas incautadas muestran una escalada de sus pulsiones sexuales que lo llevarían a entregar a su mujer a otros hombres a cambio de un espectáculo que satisfaga su desquiciamiento.
Al parecer, antes no era así.
Caroline recuerda que reían mucho.
“Hacías un chiste y ella se partía de risa.
Yo me decía que, después de tantos años, era un milagro que ambos siguieran teniendo el mismo sentido del humor”.
Al tiempo que relata su desolación, Caroline escribe la crónica de un desmoronamiento familiar que va de los hijos a los nietos, de los yernos a los amigos, de los amigos a los conocidos y de estos a los vecinos y a todo aquel que escuche o lea estos hechos.
“Cuando el equilibrio de una familia se ve sacudido hasta el fondo, no solo daña a la víctima directa, sino también a todas las personas que gravitan a su alrededor”.
Caroline sufre una crisis, y acaba en las urgencias psiquiátricas de un hospital.
Acusa: “Me aportaste un terror nuevo, el terror a dormir sola.
Me robaste el sueño sin miedo.
Tenía paz, tú la destruiste”.
Y se pregunta: “¿Cuándo podrá la justicia apoyar y proteger a las víctimas después de presentar la denuncia? ¿Cómo se puede permitir que personas traumatizadas regresen solas a casa como si nada hubiera pasado, especialmente en este tipo de casos? ¿Por qué nadie, al más alto nivel, ha pensado en vincular sistemáticamente a los profesionales de la justicia con los de la salud a la salida de una comisaría?”La escritura es siempre una forma de liberación.
Caroline lo anota todo en una libreta.
Le ayuda a distanciarse.
“Escribir es mi tabla de salvación, mi terapia para ayudarme a superar este trauma”.
Pero el relato gira como un trompo y, de pronto, el padre de Caroline envía una carta en la que él también es una víctima más del monstruo que los devora a todos.
Dominique Pelicot, el hombre que drogó a su mujer para compartirla con más de medio centenar de hombres, el que fotografió a su hija semidesnuda, el que disfrutaba con escenas sexuales de todo tipo, escribe desde la cárcel: “Amigos míos, sé que os he decepcionado, pero sois mi único vínculo con el mundo exterior, porque no tengo derecho a contactar con mi familia, a la que echo muchísimo de menos.
Aparte de la angustia, el miedo, el vacío y la soledad, esto es horrible.
Sé que estoy aquí para pagar por lo que les hice al amor de mi vida, a mi familia y a mis amigos, pero ya es demasiado tarde.
No sé a dónde voy ni cómo va a acabar esto.
Acudo a vosotros en nombre de la amistad pasada porque necesito recuperar las cosas que tuve que entregar cuando ingresé en prisión [.
.
.
]; os pido que seáis indulgentes, voy a estar mucho tiempo en la cárcel y tengo muchas preguntas, sobre todo, qué va a pasar con la casa y todo lo demás.
Lo peor de este lugar es el aburrimiento, solo salimos una hora al día a pasear y estamos dos por celda.
Es bastante duro para mí, sé el daño que he hecho a quien más quiero en el mundo y a la que voy a perder sin recuperarme nunca de ello, a mi familia, a mis nietos, como si los hubiera abandonado.
No puedo dormir por las noches, estoy adelgazando, pero seguramente es lo que me merezco.
Os extraño a todos, estoy avergonzado, y si contactáis con ellos, decidles que les pido perdón, especialmente a mi amor, que era toda mi memoria [.
.
.
].
El final de año se anuncia muy triste para mí, pero espero que mi amor lo supere, eso es lo que deseo.
La quiero mucho, y aquí me doy cuenta aún más, aunque ella haya pedido el divorcio.
Seguirá siendo mi amor eterno, es una santa que no supe conservar [.
.
.
].
Es una locura esta sensación de estar aislado del mundo”.
Todo le suena falso a Caroline.
Lo encuentra lamentable, cobarde, indiferente al calvario que padece la familia, porque todo parece girar en torno a él, a sus necesidades “y a su pequeña persona”, apostilla Caroline, a quien ya no sorprende el tono melodramático y patético de su padre.
En las primeras tres carpetas del expediente se acumulan cientos de folios con las respuestas de Dominique, quien miente, evade recuerdos, evita implicarse de lleno, “solo revela una ínfima parte de la verdad, y únicamente cuando está acorralado”, apunta Caroline.
“En los videos, en los mensajes interceptados que enviaba a través de la página de citas o por SMS, sus palabras eran soeces y degradantes”.
Dominique lo planeaba todo.
Presume de la eficacia de su coctel de ansiolíticos; describe orgulloso el manual de instrucciones, especificando dosis exactas, número de comprimidos.
“Se enorgullece de ver a mi madre caer durante horas en un estado próximo al coma”.
El hombre se degrada cada vez más.
Visita a otros hombres que al parecer hacen lo mismo: drogan a sus mujeres y las comparten.
Incluso llega a sugerir que, si hay niños en determinada casa, se les inyecte en la cena.
Dominique prepara una puesta en escena que ofrece en internet.
Viste a su mujer como a una prostituta de baja estofa y la muestra en fotos en un foro privado titulado “Sin que lo sepa”.
Después, pasa a la obra teatral que le excita: impone a los visitantes que se desnuden en la cocina, que no se perfumen, que dejen sus teléfonos.
Exige que se laven las manos con agua caliente y les recuerda que el silencio es obligatorio.
Al final, lo enfrentan a las fotos que hizo a su hija.
Nunca la ha tocado, declara.
Pero hay senderos en los abismos de la naturaleza humana que jamás comprenderemos.
Al parecer, Gisèle es indulgente con su marido y echa tierra sobre la mierda que lo cubre para tratar de mitigar el hedor.
Incluso le lleva ropa a la cárcel.
Caroline tiene la impresión de que ella “se ha parapetado en una forma de negación, un mecanismo de protección” que la descoloca por completo.
Su madre, escribe, no puede admitir psicológicamente que el hombre al que amó durante tantos años haya sido un criminal sexual.
“No puede admitir lo impensable y afrontar las cosas cara a cara”.
Caroline tiene que enfrentarse al psiquiatra para evaluar su situación, sus crisis, las posibles secuelas tras la revelación.
En su relato, se traza el perfil de una familia con problemas económicos provocados por las ambiciones y malas decisiones de Dominique, y que al final resuelve Gisèlle, quien gracias a su empleo estable como directiva de una empresa logra darles estabilidad.
Caroline tenía trece años cuando hubo atisbos de una vida normal.
“Su credo fue siempre el mismo para los tres [hijos]: que nuestro propio camino sea mejor que el suyo.
Nos lo repitió durante toda nuestra adolescencia”.
En su evaluación, habla de un padre frustrado al que querían y aceptaban como era, a pesar de la “versatilidad” de su personalidad y conscientes de sus defectos.
El psiquiatra le pregunta entonces cómo se siente.
Caroline responde: “Traicionada.
Y me avergüenzo de ser la hija de ese torturador”.
El modus operandi de Dominique se expande al resto de las mujeres de la familia.
No será solo Gisèle.
Sus dos nueras aparecerán en el dossier.
Instalaba cámaras en el cuarto de baño y los dormitorios y las fotografiaba desnudas, haciendo montajes con pies de foto que colgaba en internet, para solaz de los desequilibrados sexuales de todo el mundo.
Un mensaje que al final no le envía a la cárcel resume el libro, en el que acompañamos a una mujer en su proceso de expiación de una culpa por algo que no ha cometido.
El mensaje dice: “Dominique: tres meses en prisión y ya cuatro correos falaces.
Siempre supiste lo que hacías y sigue siendo así.
La única diferencia es que ahora sé quién eres.
Todos lo sabemos [.
.
.
].
Iré hasta el final de este procedimiento [.
.
.
].
Has dejado de existir para mí.
Para siempre”.
Las palabras de Caroline contrastan con el último mensaje que escribe Dominique a su familia: “Siento el daño que os he causado a todos, y os pido disculpas a todos y a todas.
He intentado hacerlo lo mejor que he podido hasta estos terribles últimos y sombríos años de mi personalidad.
Pienso en todos vosotros a la vista de los diferentes sucesos retransmitidos por la televisión.
Os deseo a todos muchas cosas hermosas [.
.
.
].
Quiero que sepáis que vuestra madre es y será siempre el amor de mi vida y que, como todos vosotros, nunca la olvidaré.
Soy consciente del daño y la vergüenza que os he causado, aquí intento cuidarme a pesar de todo, la privación es menos difícil de soportar que vuestra ausencia [.
.
.
].
Sed todos valientes y felices, estoy llegando a una edad con pequeños problemas de salud que no son nada comparado con lo que os he infligido, voy a luchar con valentía para seguir solo, os quiero y os beso a todos.
Perdón, Papá”.
Caroline no le cree, siente asco, tristeza y amargura.
Sin embargo, hay luces que vienen de fuera.
Una campaña de recaudación de fondos para ayudar a Gisèle a pagar los gastos del divorcio desencadena una ola de solidaridad.
“Es imposible olvidar la generosidad de todos esos benefactores.
Este movimiento de solidaridad, que duró varias semanas incluso en un círculo reducido, le ha permitido darse cuenta de que no estaba sola en la tormenta.
Le ha ayudado a levantar cabeza y a seguir con sus proyectos los próximos meses.
Muchos mensajes le recuerdan también que una violación no se produce necesariamente en el escondrijo oscuro de una ciudad dormitorio o en el sótano de un aparcamiento”.
En este, como en muchos otros casos, la prensa hará acto de presencia.
Para Caroline, hay poco respeto y rigor.
“Los periodistas de cierta prensa no son dignos de su profesión cuando divulgan información privada.
¿Qué ha sido de la profesionalidad, de la compasión?” Intuye un placer malsano, alejado de la ética periodística, detrás de informaciones, fotos o la elección de las palabras.
“Se interpreta, se extrapola, se esboza el horror con un pequeño estremecimiento, se invita a un baño de lodo antes de volver a salir completamente limpio”.
El nacimiento del hijo de su hermano da a Caroline los motivos para mirar hacia adelante.
Su hermano escribe a su hijo: “Bienvenido, Marius.
Hemos perdido un gran roble bajo el que nos gustaba descansar, hemos ganado un brote joven que tendremos que proteger”.
Por otra parte, para Caroline escribir será un camino cuya función es separarla de su padre, liberar de sus hombros la carga de su legado.
Cita unas palabras del escritor Maurice Pinguet: “Escribir es entregarse a la noche que todos llevamos dentro”.
Ella está llena de noche, de “una oscuridad densa y fría” que le ha legado su padre.
Y aunque escribir este libro, como confiesa, no le habrá permitido ahuyentarla, sí la habrá explorado “para tenerle menos miedo”.
En cambio, Gisèle reacciona de otra forma.
Le dice a su hija: “Olvidas que no siempre fue el diablo que describes.
Hizo mucho por ti, pero también por tus hermanos.
Yo era feliz con él.
Lo quise mucho.
Prefiero recordar los buenos momentos.
El resto no me ayudará a seguir adelante, y quiero seguir viviendo.
Soy así”.
Caroline considera que si su madre reconociera la verdadera naturaleza de su marido, se derrumbaría.
Por eso, agrega, no acepta la realidad, ni puede admitir que su marido la manipuló para envilecerla, y “solo intenta aferrarse a lo que le queda de su vida de antes, convencida de que la historia que tuvo con su marido fue verdadera y sincera”.
En cualquier caso, lo que Caroline Darian (sinónimo que usa para firmar este libro) logra con su testimonio es transformar el lodo en materia noble para ayudar a las mujeres destruidas por la violencia sexual, con la pretensión de sensibilizar acerca del impacto de la sumisión química, una lacra desconocida para el gran público que no se limita a la droga de la violación en una copa, sino que puede tener su origen en los botiquines y las alacenas de cualquier casa.
En el fondo se trata, como afirma Caroline, de rechazar lo insoportable.
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