Hoy es un episodio grotesco, de cierto humor amargo, una anécdota que ha pasado a integrar el doloroso y dramático folklore político de América Latina. Pero cuando sucedió, hace casi sesenta años, cuando el presidente de Ecuador, Carlos Arosemena Monroy, fue derrocado por las fuerzas armadas de su país, fue un hecho dramático, uno más en la larga lista de golpes de Estado que sacudieron al continente en esa década y en la que le siguió.
La historia cuenta que el 10 de julio de 1963 el presidente Arosemena ofreció un banquete de estado a Wilfred McNeil, director de la línea naviera Grace que hacía negocios con Ecuador y que era, además, un almirante retirado de la armada estadounidense. McNeil era invitado del gobierno de Arosemena, fue al banquete con su mujer y junto al entonces embajador de Estados Unidos en Quito, Maurice Bernbaum. Todo fue una fiesta que incluyó un elogioso discurso de Arosemena y una condecoración al almirante McNeil, hasta que ocurrió algo que parecía inevitable.Para decirlo de una manera piadosa, Arosemena era muy bueno para beber y muy malo para metabolizar el alcohol. Sus borracheras eran de epopeya. Así que, ya ganado por la ebriedad, Arosemena dio una especie de segundo discurso en la que calificó con dureza a los Estados Unidos, pintó el país que entonces gobernaba John Kennedy como un explotador de América Latina y, en especial, de Ecuador; incluso llegó a lanzar un par de insultos contra el embajador Bernbaum con quien horas antes había charlado sobre los alcances de la Alianza para el Progreso, el plan de ayuda de Kennedy para América Latina.
Los testimonios de la época, las crónicas piadosas que retrataron aquella fiesta fatídica, hablan de “otras conductas indecorosas”, del presidente. Entre ellas, contaron con espíritu de serpiente las malas lenguas, hubo un estruendoso vómito presidencial, y esta vez no fueron palabras, con la que Arosemena encontró cierto alivio a su atormentada borrachera.
Al día siguiente, las fuerzas armadas lo derrocaron y lo enviaron al exilio en Panamá.
La historia, que de haberla contado Gabriel García Márquez hubiese entrado al etéreo terreno del realismo mágico, cuando en verdad era realismo puro, habría quedado en la anécdota a no ser porque veinticinco años después, el lapso en el que en Estados Unidos suelen caducar los secretos de Estado, el ex embajador Bernbaum se sentó el 13 de enero de 1988 ante el historiador Charles Stuart Kennedy y contó los detalles de aquel banquete que terminó con una presidencia. Kennedy fue el alma mater de una historia oral de la diplomacia americana, fundador del Foreign Affairs Oral History Program at the Association for Diplomatic Studies and Training - Programa de Historia Oral de Asuntos Exteriores de la Asociación de Estudios y Formación Diplomática. Lo que contó Bernbaum no tiene desperdicio porque incluso usó el tacto diplomático para eludir, si los hubo y parece que los hubo, los ardientes insultos que le dedicó Arosemena aquella noche. Pero antes de escucharlo es preciso trazar un retrato de época.
A inicios de los años 60 el mundo ardía en los fuegos helados de la Guerra Fría, que ni fue guerra ni fue fría. En Cuba había triunfado la revolución liderada por Fidel Castro, que se había volcado hacia la Unión Soviética ni bien asumir el poder y había expropiado las mayores empresas americanas que controlaban la vida social, política y económica de la isla.
La Revolución Cubana había despertado un encendido fervor en la izquierda del continente. Kennedy estaba convencido de que Castro iba a “exportar” su revolución y lanzó entonces una política de ayuda, la Alianza para el Progreso, que destinaría, a lo largo de diez años, veinte mil millones de dólares de la época en catorce países latinoamericanos destinados a fomentar reformas sociales y aplacar los embates castristas. Total, que al cabo de diez años, la ayuda económica de Estados Unidos se había perdido en los laberintos de la corrupción y en el rearme militar destinado a enfrentar al peligro comunista. Y de aquellos catorce países beneficiados por la Alianza para el Progreso, siete estaban ya bajo dictaduras militares, entre ellos la Argentina.
Si Arosemena era o no un tipo de izquierda sería hoy hasta discutible. Pero en los años 60 era indudable. Como vicepresidente de José María Velasco Ibarra, en 1961 había visitado la Unión Soviética invitado por el Presidium Supremo del Soviet, el parlamento soviético, sin hacer caso de una autorización que debía otorgarle el Consejo de Ministros, Arosemena fue, vio y volvió, se nefregó en cualquier tipo de permiso y dijo además que en el gabinete de Velasco Ibarra existían “hombres con ambiciones de dinero”, lo que lo alejó del presidente.
El 7 de noviembre de 1961 Velasco Ibarra se proclamó dictador y después de veinticuatro agitadas horas fue desalojado del poder y Arosemena fue nombrado presidente por el Congreso. Empezó así una gestión que contaba con el aplauso y la confianza de los ecuatorianos: el nuevo presidente encaró obras públicas vitales, fueron modernizadas las telecomunicaciones, se creó la empresa de aviación nacional TAME y fue reformada la Ley de Inquilinato, que rebajó los alquileres de la época. Todas esas iniciativas vivían en turbulencia, en medio de una grieta, que no se llamaba así, que generaba el arrobamiento por Cuba y la influencia conservadora, la presión militar y el predominio de la Iglesia Católica. Un drama que Ecuador vivía junto a muchos de los países de América Latina.
Más allá de la tormenta ideológica y de los logros como presidente, la conducta de Arosemena y su pasión por la bebida lo hicieron un tipo difícil de llevar. Surgieron casi de inmediato diferencias entre sus ministros, su gabinete original se desmembró, las fuerzas armadas le exigían el rompimiento de relaciones con Cuba y su popularidad estuvo en declive, empañada por su alcoholismo. Le criticaban, con piedad, su conducta “alegre”. Era más que eso. Una historia lo pinta de pies a cabeza. Había nacido en Guayaquil en 1919, era hijo de un ex presidente ecuatoriano, Carlos Julio Arosemena Tola y primo hermano de Otto Arosemena Gómez, también ex presidente. Había estudiado con las hermanas salesianas y, en la adolescencia, con los hermanos salesianos y se había graduado en 1945 como doctor en jurisprudencia en la Universidad de Guayaquil. Se había casado con Gladys Peet Landin y tuvieron dos hijos Carlos Julio y Sandra. Entró en política desde muy joven y fue un destacado legislador. Y un farrista incansable. La leyenda dice que cuando la pareja presidencial vivió en Quito, en una finca llamada “Quinta La Balbina” que luego fue la Academia de Guerra ecuatoriana, el presidente Arosemena hacía enarbolar la bandera patria. Lo normal. Pero eso tenía otro significado para los amigos juerguistas del mandatario: quería decir que su mujer, Gladys, estaba en casa y que nadie podía asomar el morro por allí con deseos de beber. Pero cuando en lugar de la bandera ecuatoriana, en el mástil estaba amarrada la bandera de Guayaquil, provincia natal de Arosemena, o la bandera guayaca estaba izada junto a la de Ecuador, eso significaba que había carta libre, bebida a destajo y mesas de póker habilitadas para las maratones juerguistas de su excelencia. Este era el personaje y ese era el entorno político que reinaba cuando, el 10 de julio de 1963, Arosemena dio el banquete para homenajear al almirante estadounidense McNeil.
El testimonio que en 1988 dio ante el historiador Kennedy el ex embajador Bernbaum, que murió en 2008, sintetizó las dificultades de Estados Unidos para promover en Ecuador la Alianza para el Progreso lanzada por el presidente Kennedy. “El gobierno ecuatoriano –contó entonces– estaba muy interesado en cualquier ayuda que pudiéramos brindarles. Siempre sospecharon un poco de nuestros motivos. Nunca creyeron que no queríamos obtener alguna ventaja política”. Bernbaum daba por hecho que Arosemena era un “izquierdista comprometido que no siempre apoyó las políticas estadounidenses”.
Pero el diplomático también estaba convencido de que la mayor dificultad para tratar con Arosemena era su adicción a la bebida. “Era una persona realmente complicada. Su padre había sido presidente de Ecuador y provenía de una de las primeras familias de Guayaquil. Pero era adicto a la bebida. Era un dipsómano. Y de alguna manera siempre parecía estar interesado en armar alboroto. Recuerdo una vez, cuando era vicepresidente, insultó al embajador chino; y otra vez insultó al embajador de Colombia: en ambos casos estaba borracho. Siempre lanzaba dardos a la gente cuando estaba borracho. Solíamos tener algunas conversaciones sobre eso. Su problema era que no podía alejarse de la botella, y eso hacía que la vida con él fuera algo difícil”.
Bernbaum recordó que un sábado, el día que él dedicaba al golf, Arosemena lo mandó llamar con suma urgencia para decirle que los militares lo presionaban para que rompiera relaciones con Cuba. “Me preguntó cuál era mi opinión y yo le dije, un poco en broma y un poco en serio: ‘Ese es tu bebé, no el mío’. Creo que intentó comprometerme y yo no quería hacerlo. Me preguntó qué me parecía la posibilidad de hacer un plebiscito y al final le dije: ‘Dividirías al país. Sería una tontería. Tal vez sería mejor no romper y luego celebrar el plebiscito’. Así terminó nuestra conversación. Esa noche, el ministro del Interior visitó la embajada para decirme que el presidente había roto relaciones con Cuba. Probablemente había intentado forzarme a dar una opinión para poder decir luego que Estados Unidos lo había obligado a romper”.
La presión militar hacia Arosemena estaba ligada a su política, a su política exterior sobre todo, pero también a su condición de bebedor irrefrenable. En la Navidad de 1962, alcoholizado, se había reunido en el aeropuerto de Guayaquil con el presidente de Chile, Jorge Alessandri. Bernbaum recordaba que, de no haber sido Navidad, las fuerzas armadas lo habrían barrido del poder ese mismo día.
El día del banquete al almirante McNeil, Bernbaum encontró a Arosemena en los altos de la oficina presidencial, donde estaban sus habitaciones privadas. “Estaba allí con algunos de sus ministros, incluido el de Asuntos Exteriores. Lo noté ya un poco achispado. Me dijo: ‘Embajador, tome una copa’. Le dije: ‘Señor presidente, mejor bajemos y bebamos durante el banquete’. Allí pronunció un buen discurso, delante de los comandantes de las tres fuerzas armadas, e incluso condecoró al almirante porque su línea naviera, Grace, había botado un nuevo buque al servicio de sus negocios con Ecuador. Sin embargo, noté que algo raro pasaba porque, durante ese primer discurso, Arosemena olvidó mencionar mi presencia. Cada vez que, por alguna u otra razón estaba molesto con Estados Unidos, o me evitaba o me insultaba”.
“Así llegamos al final de la cena, cuando ya el presidente estaba bajo la influencia del licor, y se levantó para pronunciar otro discurso, largo y divagante, en el que atacó al gobierno de Estados Unidos por explotar a Ecuador sin piedad. Te imaginas –confió Bernbaum al historiador Kennedy– la reacción en la mesa. De pronto se volvió hacia mí y me dijo: ‘Está de acuerdo conmigo, ¿no es así señor embajador? Yo no sabía si reír o llorar. Le dije: ‘No, señor presidente. Cuando usted habla del gobierno americano, habla también del pueblo americano’. Lo dije porque él, antes, había hablado muy bien del pueblo americano, como si fuese distinto al gobierno que lo representaba. Luego Arosemena se volvió hacia uno de sus ministros y le dijo: ‘Paco, estás de acuerdo conmigo, ¿no?’ En ese momento, el pobre ministro estudiaba con fervor las molduras del techo del salón. Hasta que, al final, le dijo: ‘No, señor presidente’. Arosemena entonces se levantó y salió tambaleante del comedor. La cena terminó minutos después. Varios ministros se acercaron y me dijeron: ‘No vas a hacer nada con todo esto, ¿verdad?’ Les dije que no. ‘No sé qué lo provocó, pero estoy seguro de que de haber estado sobrio no habría dicho nada de eso’ Recuerdo que entonces el ministro de Asuntos Exteriores me dijo: ‘No importa lo que digas o no. Los tres jefes de las fuerzas armadas acaban de decidir que esto es todo. Este hombre ha ido demasiado lejos’. Y, simplemente, lo echaron del poder’.
Al día siguiente, Arosemena fue derrocado por las fuerzas armadas ecuatorianas y obligado a exiliarse en Panamá. Bernbaum quiso saber de primera mano qué había pasado y se lo preguntó al general Marcos Gándara Enríquez, que le contestó: “Decidimos que debíamos echarlo. Si no lo hacíamos nosotros, lo iban a hacer nuestros oficiales”. Gándara Enríquez integró la junta militar que suplantó a Arosemena entre 1963 y 1966, junto al contralmirante Ramón Castro Jijón, al general Luis Cabrera Sevilla y al coronel Guillermo Fraile Posso. La junta fue contraria a la Revolución Cubana, pero puso en marcha una política social progresista que encaró una reforma agraria y eliminó el “huasipungo”, una forma precaria y primitiva de explotación del indígena ecuatoriano.
Arosemena pasó cerca de tres años en el exilio y regresó a Ecuador en 1966. La dictadura militar prohibió que el ex presidente, junto a Velasco Ibarra y a Assad Bucaram, se presentara a las elecciones presidenciales. Arosemena no abandonó la política y siempre contó con un fuerte apoyo popular. Fue senador y diputado a lo largo de los años y sus intervenciones parlamentarias son recordadas por su oratoria, su carisma y un sarcasmo furioso, encrespado y frenético que de algún modo sintetizaba su agitada vida política. No hubo más referencias a su afición a la bebida, si es que la conservó.
Murió en Guayaquil el 5 de marzo de 2004, a los ochenta y cuatro años.
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