Del error provechoso Excelsior

Por Daniel Rodríguez BarrónA veces, el error también da frutos.
Y no son amargos o ácidos como cabría esperar.
A veces, una pequeña dislocación puede acertar ahí donde la máxima concentración no alcanza a llegar.
Hace unos días, decidí releer uno de mis textos favoritos, Hydriotaphia de Thomas Browne (Londres,1605–Norwich, 1682).
El texto da cuenta del hallazgo de un puñado de urnas funerarias (eso significa hydriotaphia, enterramiento en urna) en Norfolk.
Este descubrimiento le ofrece a Browne la oportunidad de hacer un gran relato sobre los modos en que la humanidad se ha decantado a la hora de ofrecer un lugar a sus muertos.
Tradicionalmente han sido dos: la inhumación y la incineración.
De ahí procede a relatar, como sólo Browne sabe hacerlo, hechos históricos, mitos y anécdotas sobre cómo fueron enterrados o cremados algunos personajes bíblicos, héroes griegos, emperadores romanos: que las cenizas de Aquiles y Patroclo fueron mezcladas, para no separarse jamás; que un brahman se prendió fuego a sí mismo en ¡Atenas!, y se dirigió a los espectadores diciéndoles: “Es así como me hago inmortal”, hasta sugerir que también otras criaturas de la naturaleza rinde tributos a sus muertos, como “la práctica de las abejas” que “celebra exequias”.
Pero a donde uno quiere llegar, cuando se acerca a esta pieza, es al último capítulo, el V, donde Browne nos indica que no quedará memoria de nuestro destino en la tierra, que los enterramientos célebres, los epitafios de emperadores no son sino vanidad, el hombre es “espléndido en cenizas y pomposo en la tumba”, nuestro destino el olvido y a él debemos llegar reconciliados con nosotros mismos: “dichosos aquellos que cuando mueren no causan conmoción entre los muertos”.
¡No se puede ser más sutil ni más discreto que eso: entrar en la muerte sin despertar de su sueño a aquellos que nos preceden!, ni siquiera para decir ya llegué.
De pronto, en medio de esos párrafos que van tomando un cariz casi de oración en favor del olvido de uno mismo, me encuentro con esta idea: “No hay nada estrictamente inmoral, sino la inmortalidad”.
Me quedé atónito.
Es cierto, ¿por qué tendría yo que ser recordado cuando de mis padres y de mis abuelos no quede ni el nombre? ¿Por qué este hombre o aquella mujer deberían acceder a la inmortalidad cuando millones de personas, tal vez mejores que ellos, han sido olvidados por los siglos? ¡Qué inmoral es, por ejemplo, porfiar en tener algún reconocimiento como estadista cuando hay millones de desaparecidos en nuestro país!La observación me gustó tanto, que me pregunté cómo la habrían traducido otros autores, yo estaba leyendo la traducción de María Condor, publicada por Siruela (Madrid 2009).
Es fama que Borges y Bioy Casares tradujeron sólo ese capítulo y lo publicaron en la revista Sur.
Fatigo, para decirlo con Borges, mi biblioteca hasta dar con la traducción, con el párrafo y con la frase y me encuentro: “Nada es rigurosamente inmortal salvo la inmortalidad”.
¡Qué decepción! La idea es clara, lógica si se quiere, pero no admite entusiasmo alguno.
Sí, claro, lo único inmortal de la inmortalidad es el propio concepto.
Pero aquello otro es una recriminación contra nuestras veleidades digna del Eclesiastés, de un padre de la Iglesia, de un profeta en el desierto, digna de… Browne.
Desde luego, no me puedo quedar así y recuerdo que Javier Marías también tradujo este texto, y ahí me tiene usted, a mitad de la noche cotejando una frase.
Marías traduce: “No hay nada rigurosamente inmortal salvo la inmortalidad”.
Y entonces busco donde debí desde el principio, voy al texto original y encuentro: “There is nothing strictly immortal, but immortality”.
No estoy interesado en señalar un error, un equívoco en la traducción de María Condor.
Lo que quiero destacar es el hallazgo, que acaso aprobarían el propio Borges y de paso Browne, al recordarnos que estamos hechos para el olvido, y no para buscar el reflejo eterno de nuestras flaquezas y triunfos breves.
Hemos venido a liberarnos, no a permanecer.
Y por ello, no hay nada más estrictamente inmoral que la inmortalidad, excepto porque esa frase nunca la escribió Thomas Browne.
 Columnista: Opinión del experto nacionalImágen Portada: Imágen Principal: Send to NewsML Feed: 0