Toy Story, Descartes y las probabilidades fundamentales del universo Excelsior

Santiago Ampudia Castelazo, Víctor Armando Rendón Penilla, Juan Pablo Rendón PenillaSitúate en un tianguis gastronómico; si hay, además de ti, veinte lectores de Excélsior en busca de su identidad hojeando el periodico, un maestro quesadillero y un pinche salsero, ¿cuál es la probabilidad de que dos de las veintitrés personas cumplan años el mismo día? A suerte lanzada, podría intuirse que es escasa dada la baja cantidad de sujetos en comparación con los 365 días del año.
Sería una gran casualidad, ¿cierto? No exactamente.
En realidad, sería lo más probable, pues en el 50.
7% de los casos ocurrirá–dos de las veintitrés personas nacerán el mismo día–.
¿Y si las quesadillas fueran un regalo enviado directamente por el mismísimo Cente?tl, dios azteca del maíz, y su sabor fuera tal que conglomerara a 57 personas en fila? Las posibilidades, evidentemente, serían mayores, pero ¿cuán mayores? El porcentaje aumentaría estrepitosamente hasta un estruendoso 99.
67%.
¿Cómo funciona? Gracias a la siguiente lógica.
Este experimento mental que ilustra la paradoja del cumpleaños representa un aparente absurdo, pues se podría creer que al menos 183–la mitad de los días del año–personas son necesarias para sobrepasar el 50%.
Este error es causado por la falta de consideración de los casos totales; cada persona puede compartir cumpleaños con cualquiera de las 22 restantes, por lo que son numerosas las posibles combinaciones favorables.
Esta es una de las infinitas paradojas que nos acechan; contraintuitivo, sí, pero esa es la propia naturaleza de la teoría probabilística.
   Abandona ahora el mercado por una escena aún más compleja: la mente.
El cerebro humano es deficiente al concebir intuitivamente las posibilidades.
De hecho, existen deceptorias industrias que se dedican a lucrar explotando esta carencia.
Se aprovechan de la inoperancia del razonamiento–o, en su defecto, de la ausencia del mismo–al considerar los casos positivos y los totales, las posibles combinaciones y ordenaciones y, sobre todo, de la negligencia al discernir entre casualidad y causalidad.
De aquí desemboca la falacia del alcoholímetro defectuoso–nombre derivado de la omisión de que un evento está bajo la influencia del otro–.
El pensador, a merced del embrollo en torno al acomodo de la u y de la s, se halla colocado en una realidad alterada, engañado por su propio cerebro, a menudo creyendo estar por encima de la lógica y el destino.
No es casualidad que, jugando ante los casinos, la casa siempre gane; ésta monetiza, entre otras, la infame falacia del apostador, por la cual se “piensa” erróneamente que sucesos pretéritos tienen influencia alguna sobre los futuros en cuanto a eventos independientes–sobre todo a aquellos cuyo desenlace recae en el azar–se refiere.
Cuántas hipotecas no se han puesto en riesgo y cuántos infantes no han sido plantados por Santa Claus en plena Nochebuena porque el jugador ingenuamente confiaba en que el siguiente número ganador en la ruleta sería el 7, pues le había apostado ya cientos de veces y aún no salía, por lo que “ya tocaba”.
No es casualidad, sino que redunda en la no-causalidad.
La incompetencia al lidiar con escenarios posiblemente interconectados es una carga que azota desde el desconocimiento día tras día.
Al observar un evento, por ejemplo, sumamente improbable, se puede encontrar su causa fácilmente, ya que hay pocas cosas que causan algo de probabilidad tan baja: si se ve una compleja pintura en un museo, generalmente se asume que fue pintada por un artista; no se piensa que la pintura haya sido derramada accidentalmente, dándole vida a ese cuadro.
Este razonamiento es usualmente omitido, considerando como enormes casualidades aisladas sucesos que, al presentarse uno, torna intuitiva la alta posibilidad del otro.
Así, el ser humano falla al intentar comprender las relaciones espacio-temporales en el mundo que lo rodea, quedándose parcialmente sin influencia consciente en el mismo; la esclavitud de la ignorancia se manifiesta soberana, despojándole de su libertad.
Un ejemplo que representa el malentendido en las relaciones causales es el principio antrópico, un argumento con profundas implicaciones científicas y filosóficas que pretende desofuscar la explicación de, entre otras, las características fundamentales del universo.
Para entender esta enrevesada idea, resulta pertinente ser recogidos por la garra y transportarse al universo cinematográfico de Toy Story.
Todos han visto alguna vez los memes que han surgido a partir de la imagen que ilustra esta columna: la escena donde Buzz Lightyear cae en cuenta de que no es único, sino que es tan solo un juguete más.
Una idea que podría resultar natural es, si hay tantos diferentes muñecos y únicamente uno se vuelve consciente, es una gran casualidad que la película capture precisamente a ese excepcional caso, ¿cierto? ¿No es la probabilidad tan baja como una en mil, diez mil o algo peor? ¡No! El error está, de nuevo, en la relación causal; que una de las figuras de acción sea consciente y que exista una película no son independientes, sino que están conectados; es precisamente porque un muñeco cobra vida que hay una película sobre él.
De lo contrario, serían las seis horas con doce minutos más aburridas… tan solo un video de un muñeco inerte.
Para esclarecer el principio antrópico, imagina el siguiente caso derivado del ejemplo anterior:Pixar anuncia que está preparando una nueva película y publica una imagen donde se ven 27 Buzz Lightyears distintos, cada uno marcado con una letra de la A hasta la Z.
Pixar no está seguro de, al ser todos diferentes, cuál de ellos usar para que la película alcance una audiencia considerable, así que decide grabar una para cada uno y publicarlas todas.
Tú, al escuchar que ya salió “la nueva película” de Pixar, decides ir a verla.
  Al llegar a la fila para comprar tu boleto, notas que ésta es enorme, pues todos se enteraron de ella.
Gracias a la congestión en la fila, a Pixar le da tiempo de imprimir el póster (no lo hizo antes porque no era rentable imprimir pósters para cada película); como toda la gente se congregó en una sola, únicamente imprime uno y lo coloca junto a la entrada.
El público, al ver que en el póster figura como único actor Buzz X, se pregunta por qué solitaria y específicamente ese, pues recuerda que habría al menos 27 posibles opciones.
Curiosa, la gente busca en internet el porqué, y se encuentra con una filtración de Pixar donde se lee que se invirtió todo lo destinado a publicidad a la protagonizada por Buzz X, el consciente, dado que se consideró que ese en específico atraería una gran audiencia.
Los espectadores razonan, pues, que están por ver la película del Buzz X precisamente porque es el Buzz X el que atrae a la personas.
No hay ninguna otra razón por la que se escogió esa para hacerle publicidad más allá de saber que tendría público.
Si Buzz X no hubiera cobrado consciencia, la película que hubiera llegado al público (si alguna; quizás todas estaban malas y ninguna hubiera sido pronosticada por exitosa) no hubiera sido la suya.
Por lo tanto no habría un póster anunciando una película protagonizada por ese Buzz.
Y, consecuentemente, la gente no se cuestionaría por qué se hizo una película sobre el Buzz X.
No es una casualidad que justo se vaya a ver la del Buzz X entre todos los posibles, sino una causalidad.
De entre todos los posibles Buzz, se acaba por hacer el póster de la película de aquel que precisamente atrae al público y la razón de que eso suceda es únicamente porque dicho Buzz lo atrae; análogamente, de entre todas las posibles propiedades fundamentales que podría tener nuestro universo, aquellas que se observan y cuestionan son justamente las que permiten la existencia de un ser consciente que pueda pasar por ese proceso de duda.
Quizás haya muchos–infinitos–otros universos con características elementales distintas, pero tan solo serán medidas aquellas que admitan la aparición de vida inteligente para hacer dicha medición.
El principio antrópico suele ser empleado para contestar a la aparente arbitrariedad de los fundamentos del cosmos.
Surge del siguiente razonamiento: como existimos, las propiedades primordiales deben de ser tales que permitan seres pensantes.
Además, ante la falta de explicaciones para dicha arbitrariedad, este argumento halla una razón para ella en la última de las razones posibles: el único porqué detrás de los valores observados es que son precisamente los que admiten la observación.
Aquí es necesario aclarar que nuestra existencia no es un condicionamiento ni una limitación previa a la existencia del universo–no es que éste haya querido favorecer la vida ni nada de ese esoterismo–, sino que, al saber la conclusión, se puede inferir cual, de entre todas las posibles opciones, fue la causa inicial.
Algo similar a lo que sucede con el famoso cogito ergo sum (“pienso, por lo tanto existo”).
Descartes, escrutando los confines de la razón, perseguía los fundamentos lógicos de su existencia: ¿cómo saber que existo? Esta búsqueda alejábase del reino de lo diáfano, pues surgía de la duda generalizada.
Las meditaciones cartesianas, hiladas una tras otras, tejían el fundamento del ser; cada puntada convertía la duda impaciente de su existencia en evidencia de esta misma.
Los vagones preposicionales implican al subsequente hasta el último vagón: pienso, luego existo, ¿cierto? Entonces, ¿el pensar nos hace existir? Más aún, si dejare de pensar, ¿dejaría de existir? Inténtelo, lector.
[.
.
.
] esperemos siga vivo.
Realmente, esta idea es errónea: la existencia, antes de ser, no estaba obligada a desencadenar en el pensar; sin embargo, una vez que se piensa, se infiere que se tiene que existir pues es un prerrequisito indispensable para aquella acción–dejar de pensar no necesariamente elimina la existencia, mas negar la existencia es inequívocamente impedir el pensamiento–.
Descartes no trazaba un argumento temporal que establezca que el pensar precede a la existencia, sino marcaba los pasos lógicos que le hacían saber que, como piensa, entonces es lógicamente necesario que exista.
De saberse cierto, el principio antrópico no desenmascararía las razones que le dieron surgimiento a las propiedades fundamentales del cosmos, pero sí se desvelarían las razones por las cuales nosotros observamos que son aquellas las propiedades.
El motivo por el cual nos preguntamos el porqué de la arbitrariedad de nuestra existencia en nuestro universo–y por el cual es precisamente nuestro–es porque sólo con dicha arbitrariedad podría haber mentes que la cuestionen: hubo de ocurrir exactamente nuestro Big Bang para que existieran seres que engendraran lenguaje, quizás sólo para poder nombrarlo y traerlo a la existencia consciente.
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