Park Avenue, piso alto, urge vender.
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o nos tiramos.
—Se me ha ocurrido una idea brillante —hiperventilé cuando la luz de mi vida entró por la puerta principal cubierta de bolsas de Hermès, con las tarjetas de crédito todavía brillantes por la fricción—.
¿Qué te parece si cogemos un taxi hasta Brooklyn, vamos a Peter Lugar’s y nos recompensamos con un plato de carne marmoleada? Llevo todo el día salivando con la idea de esos suculentos solomillos, por no mencionar los tomates, las cebollas y las croquetas de patata.
Si hay demasiado tráfico en el puente de Williamsburg, podemos apearnos e ir corriendo el resto del camino.
—Contén tu adrenalina —contraatacó la amada inmortal, haciéndome clavar los frenos—.
He conseguido un par de aletas de pez raya en la tienda Escamas y Vísceras del centro.
Se me ocurrió prepararlas con puré para la cena, acompañadas de alcaparras frescas, y podemos abrir esa botella de vino esquimal que compramos en eBay.
Habiendo zanjado el asunto por ucase, se dispuso a confabular un festín basado en una antigua receta familiar que incluía una salsa que podía pasar fácilmente por mucílago.
—No te quedes dando vueltas con la boca abierta —ladró la dama de la casa, dirigiéndose a mí como si yo fuera un recluta de Parris Island—.
Desenvuelve la pesca del día y yo empezaré a quitarle el sabor.
—Tras llegar a la conclusión de que el grueso solomillo marmoleado y todo su elenco tendrían que sublimarse en un haiku insoportablemente melancólico, comencé a desempaquetar el plato principal con forma de murciélago que había adquirido mi esposa y que yacía amortajado entre las páginas del Daily News.
Fue un artículo de esas mismas páginas el que me hizo desviar los ojos, que a esas alturas derramaban tantas lágrimas como los de Níobe, suscitándome un interés superior al habitual.
Al parecer la propiedad de Mike Tyson se había puesto en venta y el feudo del campeón no tenía nada que envidiarle a Xanadú.
Presumía de tener dieciocho dormitorios para huéspedes, supongo que para esas ocasiones en las que dos equipos completos de béisbol se presentaban de improviso.
Contaba con treinta y ocho cuartos de baño, puesto que al parecer a Tyson no le gusta golpear a la puerta al grito de «¿Vas a salir alguna vez?».
Había siete cocinas, una cascada, un cobertizo para embarcaciones, una discoteca, un gimnasio inmenso y una gran sala de teatro.
El precio de venta original era de veintiún millones de diplomas federales y, o bien el comprador era un hipnotizador consumado o las instalaciones carecían de algún equipamiento esencial como un silo para misiles, porque de alguna manera había conseguido reducir la suma inicial de veintiún millones a la más recatada de cuatro.
El relato, cual proustiana magdalena, me hizo remontarme a una pequeña affreuse inmobiliaria que había tenido lugar un par de años atrás, durante la cual, si bien no se alcanzaron esas alturas imperiales, en determinado momento la tensión sanguínea me subió lo bastante como para activar el sistema de riego.
La cuestión giraba en torno a nuestro condominio, que mi esposa había decidido poner en venta porque había encontrado una casa adosada, cuya reciente restauración expresaba a la perfección su gusto por la Inquisición española.
Si nos deshacíamos de nuestro clásico apartamento de Park Avenue de seis ambientes, con algunos malabarismos podríamos lograr compensar casi totalmente la diferencia entre la compra y la venta, razonó mi pastelito, utilizando un cómputo matemático en el que se incluía la constante de Planck.
—La señorita Mako y la señora Greatwhite, las agentes inmobiliarias, aseguran que podríamos obtener una buena suma por nuestro piso —gorjeó la cónyuge—.
Por la casa piden ocho millones.
Si dejamos de comer, anulamos el seguro médico y liquidamos el fondo de ahorro para la matrícula universitaria de los niños, probablemente podríamos pagar el anticipo.
—Apreté los dedos en torno al atizador de la chimenea mientras los ojos de mi pareja ardían en sus cuencas como los del Mahdi.
Era evidente que estaba decidida a mudarse y, con una expresión indudablemente similar a la que habría tenido Hitler cuando estaba frotándose las manos delante del mapa de Polonia, insistió y me engatusó hasta que accedí a ofrecer nuestro espacioso nido de águilas a cualquiera que dispusiera de diez millones de machacantes.
—Recuerden —les advertí a las dos harpías inmobiliarias—.
Ni siquiera podemos considerar la compra de la nueva casa hasta que se venda la actual.
—Claro, Ignatz —dijo la corredora de bolsa con la aleta dorsal más grande las dos, al tiempo que se limaba su tercera hilera de dientes con una raspadora Stanley.
—No me llamo Ignatz —respondí bruscamente, molesto por su informal familiaridad.
—Lo siento —se disculpó—.
Para mí tienes pinta de Ignatz.
—Sonrió, le guiñó un ojo a su adlátere y añadió—: Lo anunciaremos a cuatro millones.
Siempre se puede bajar el precio.
—¿Cuatro millones? —chillé—.
No vale menos de ocho.
—Mako me evaluó con la perspicaz mirada de un patólogo forense.
—Deja esta cagadita de paloma en nuestras manos —dijo—.
Tú continúa entreteniéndote con ese cubo de Rubik y dentro de poco os caerán del cielo coles en cantidad suficiente como para efectuar una transición lo más fluida posible a vuestra nueva morada, e incluso os quedarán algunos shekels para que instaléis agua corriente.
Yo no había previsto ninguna mejora cuando formulé el presupuesto, pero estaba claro que la patrona estaba decidida a aceptar un ajuste que todos pensaban que podría cubrirse más adelante con la comercialización de mis riñones en el mercado negro.
La señora Barracudnick, la agente de bienes raíces de la casa adosada, le explicó a mi esposa que, como había otros interesados que se morían de impaciencia por agenciarse aquella vivienda de época, sería prudente hacer una oferta preventiva y sugirió una cifra que sería dinero de bolsillo para un príncipe saudita.
Yo preferí ponerme duro, pero cuando pasaron las semanas y ningún posible comprador venía a ver nuestro piso, mi esposa comenzó a aumentar la ingesta de trankimazin.
—Será mejor que bajemos el precio de venta —dijo—.
La señorita Mako me ha comentado que tendríamos muchas más oportunidades de librarnos del apartamento si no le hubiéramos puesto un precio delirante.
—Yo no calificaría cuatro millones de delirante.
Pagamos dos hace diez años —expliqué.
—¿Dos millones por esta guarida de sapos? —dijo la señora Greatwhite, liquidando lo que quedaba de mi Jim Beam—.
Estaría fumado.
—Entendiendo por fin, después de tantos años, las motivaciones de Jack el Destripador, bajé el precio de venta a tres millones y me levantó el ánimo el hecho de que entonces sí hubo algunas personas que solicitaron información: una pareja de rusos que creían que el precio era de trescientos dólares y un caballero que trabajaba en los Ringling Brothers como fenómeno de circo y de quien se me informó enfáticamente de que jamás sería aceptado por la comunidad de vecinos.
Mientras tanto, la señora Barracudnick nos comentó que se había producido una repentina oleada de interés por la casa adosada y que una celebridad estaba a punto de presentar una oferta.
—Acabamos de recibir una propuesta por la casa que ustedes quieren.
El actor Josh Airhead quiere comprarla.
Según los rumores, está contemplando la idea de llevar al altar a Jennifer Moped.
Si ustedes están realmente interesados —añadió con una risita sádica—, yo superaría su oferta.
—Pero todavía no hemos colocado nuestro apartamento —chillé como Madama Butterfly.
—Saca un crédito puente —dijo la corredora de bienes raíces con una sonrisa que Fausto habría reconocido—.
Tengo contactos en una empresa de préstamos.
Pide solo lo que necesitas para salir del apuro hasta que te deshagas de tu elefante blanco.
—¿Elefante blanco? ¿Crédito puente? Si pudiéramos conseguir aunque sea dos y medio por el piso.
.
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—imploré.
—O incluso lo que pagamos por él —añadió mi media naranja, conteniéndose justo antes de proponer que lo donásemos a la ciudad como sala de partos y obtuviéramos una deducción fiscal.
Con un sacrificio de misionero, el señor Vigorish de la Compañía de Préstamos Robo con Alunizaje me retiró la jeringa del brazo y frotó la arteria con un algodón empapado en alcohol.
—Manténgalo presionado —dijo—, así no se le hará un hematoma.
No extraje más que un par de litros.
.
.
a cuenta.
—¿El diecinueve por ciento no es un poco exagerado? —balbuceé—.
¿En especial en la situación económica actual? —Oiga, los prestamistas de Jersey le endilgan un veinticinco y le disparan a las rodillas si se retrasa con el pago.
Nosotros nos limitamos a subir la fianza.
—Satisfecho por haberme mantenido firme durante la negociación y orgulloso de mi categórico rechazo a poner como garantía a alguno de mis dos hijos para asegurar la suma pactada, firmé el contrato mientras Vigorish observaba con expresión lobuna lo que ante sus ojos se veía indudablemente como un pedido de chuletas de cordero ataviadas con prendas de Ralph Lauren.
—Ahora tenemos dos casas —me quejé a mi esposa, al tiempo que extraía la cápsula de cianuro que mi contable me había dado precisamente por si las cosas adoptaban ese cariz.
—Estoy segura de que podremos deshacernos de esta trampa mortal —me consoló la señorita Mako—.
Tal vez haga falta una nueva reducción del precio de venta y puede que tenga que incluir los muebles.
—Al tiempo que cruzaban por mi mente visiones de bancarrota y de nosotros viviendo nuestros años dorados en cajas de cartón, volví a reducir la cifra y luego la bajé todavía más.
Mientras tanto, un desfile de quejicas criticones invadía nuestro hogar, evaluando cada una de las tablas del suelo y las molduras de las paredes antes de esfumarse para siempre en diferentes versiones de las ocho millones de historias de la ciudad desnuda.
Hasta que un día, mientras yo estaba averiguando en una tienda de empeños cuánto podía obtener por mi marcapasos, nuestras dos carnívoras inmobiliarias hicieron pasar a un atildado espécimen de unos cincuenta años.
Nestor Fastbuck poseía la energía empresarial de Mike Todd y el atractivo europeo de Cesar Romero.
Su interés en nuestro apartamento parecía genuino, puesto que regresó varias veces acompañado de sus arquitectos y un decorador.
Pude oír cómo conspiraban para quitar las paredes, instalar cuartos de baños, un gimnasio y una bodega para vinos.
Cada tanto me miraban y en un momento oí que Fastbuck susurraba: «Es asombroso cómo viven algunos.
Qué buenos sujetos para un estudio de Margaret Mead.
Por supuesto que antes de pedirles a los operarios que toquen nada, contrataré una fumigación completa».
Como la mejor parte del valor es la solvencia, lo dejé pasar, en lugar de pulverizar al trío con una lamida de mi lengua bermellón.
Después de todo, Fastbuck era rico, un banquero con antecedentes impecables y distinguido.
En definitiva, un inquilino ideal.
El comité examinador de la comunidad, que acostumbraban a evaluar a los candidatos con la compasión del doctor Mengele, no podría encontrar ningún defecto en aquel hombre y yo incluso suponía que podría ser miembro de la Hermandad de Skull and Bones, como era el caso del nuevo presidente de la comunidad, el señor L.
L.
Beanbag.
Los otros miembros del comité, en general unos adustos jacobitas, seguramente se derretirían ante el encanto natural de Fastbuck.
Tanto la señora Westnile del 10º A como Atilla Weinerib, que vivía en el ático, o Sam Stalking Horse, el nativo americano residente, recibirían con los brazos abiertos a un vecino como Fastbuck, cuya dotación financiera estaba abarrotada de valores de primera categoría y entre cuyas recomendaciones escritas se incluían las de Bill Gates y Kofi Annan.
Supongo que algunas personas más exigentes que Mako y Greatwhite se habrían olido algo ante una recomendación que decía: «Nestor Fastbuck es un tío legal que no bebe, no juega a los dados ni trinca pelanduscas.
Firmado: Reinhold Niebuhr».
Pero, ay, los sueños de una comisión elevada habían erosionado su perspicacia.
El relato de la entrevista que tuvo lugar en el apartamento de Harvey Nectar, tal y como me lo explicaron fue, aunque probablemente exagerado, algo único.
Al parecer comenzó bien.
Fastbuck entendía que no se permitían mascotas y juró que él no daba fiestas ruidosas, sino que prefería vivir monásticamente y que solo empleaba a una mujer de la limpieza, Edema.
Herman Borealis del 5º D se burló de Fastbuck, en un tono de falsa severidad, respecto de Yale, puesto que Borealis había estudiado en Harvard, y resultó que, de pura casualidad, los dos usaban calzoncillos Zimmerli.
La cuestión estaba a punto de concluir exitosamente cuando se oyó un fuerte ruido que procedía del vestíbulo.
—¡Abran! ¡Es el FBI! —bramó una voz al tiempo que un ariete arrancaba la puerta de las bisagras.
Fastbuck quedó paralizado mientras una falange de agentes federales irrumpía en la sala.
«¡Ahí está! ¡Cogedlo!», gritó un agente con un chaleco antibalas.
«Y tened cuidado, lo buscan por atraco a mano armada».
Fastbuck saltó sobre el piano, cayó sobre Stalking Horse y le arrancó el penacho arapajoe.
Apócrifo o no, se cuenta que se produjo un tiroteo durante la captura y unas cuantas balas perdidas impactaron en el retrato de la esposa de Harvey Nectar, Bea, donde aparecía como Hera.
Hasta seis meses más tarde no conseguí vender mi condominio a una familia de cuáqueros por una cifra que apenas cubre el interés de mi crédito puente, un puente desde el que muchas veces he pensado en saltar.
hc
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