El señor doctor El Diario de Ciudad Victoria

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Alicia Caballero Galindo.-

Aquel 31 de julio, en Tamazula Durango, estaban de fiesta; celebraban al Santo Patrono, San Ignacio de Loyola, todo el pueblo lucía adornos alusivos. La iglesia era una romería, en el atrio no se podía dar paso sin toparse con alguien, en la plaza había vendimias de todas clases de antojos típicos de la región, el clima era agradable, y la comida variada y deliciosa. Ahí llegaban todos los habitantes de las comunidades cercanas a divertirse, a dar gracias a Dios por los bienes recibidos, y a disfrutar de las comidas, bebidas y, sobre todo, a enterarse de las novedades.

Bajo un frondoso árbol de la plaza, en una carpa donde vendían aguas fresas y antojitos, estaban sentados Melquíades y Jerónimo; ellos vivían en una comunidad rural cercana, un tanto apartada de la civilización, casi todos sus habitantes se dedicaban a la cría de ganado lechero y la elaboración de productos lácteos, aunque no faltaba en cada patio un gallinero para el consumo de huevos y pollo fresco. Estos amigos eran hijos de padres que siempre vivieron en el campo y además las familias de ambos, muy amigas. Un día, se fueron juntos a estudiar a la capital, deseaban regresar a su terruño, para ejercer, no les gustaba la vida de la ciudad. Melquíades era Médico General y Jerónimo optó por ser Médico Veterinario, en la región había mucho ganado vacuno y ganaderos que pagaban bien los servicios de ambos. El tener un doctor y un veterinario que eran de ahí y estudiaron en la capital les daba tranquilidad, ya no tenían que ir a otro lado para atenderse si se enfermaban y el veterinario, al ser del lugar, garantizaba que no los engañaría. Los dos eran muy respetados y tenían mucho trabajo.

Ese día, en lugar de mostrar entusiasmo por el festejo, Melquíades se veía pensativo y taciturno, al notarlo Jerónimo le preguntó:

–Qué te pasa Melquíades, te veo preocupado, triste o… ¡qué fregados te pasa, pues! No te ves contento, algo te preocupa.

Melquíades, dejando a un lado el vaso de agua fresca, después de un momento le respondió.

–Todo está bien, carnal, lo que pasa es que me siento cansado y quisiera darme una vuelta por la capital para llevar a mi mujer, que poco va para allá. El problema es que la clientela me atrapa y si no me doy un descanso me va llevar la chi#&”da, necesito descansar una semana de perdido. He pensado que tú me puedes ayudar con mis pacientes.

Jerónimo respingó como un resorte y casi se cae de la silla:

–¡Cómo crees! ca$&#ón, si no son vacas.

–Mira– le dice el médico– es lo mismo, ahorita no hay nada grave que atender, don Ponciano ya se murió, que era un caso difícil. En esta temporada casi nadie se enferma y… ¡pues es casi lo mismo! Como quiera, yo te dejo los nombres y las dosificaciones de los medicamentos en cada caso de enfermedad, para que recetes las cantidades correctas ¡y ya! No hay gran problema, además, te llevas la mitad de todo, al regresar hacemos cuentas. ¿Cómo la ves?

Aunque no estaba muy convencido, Jerónimo, después de pensarlo un rato, decidió aceptar el trato; debía una letra de su camioneta y quería comprarse un celular de buena marca que era caro, pensó que así sí podría hacer las dos cosas, porque le quedaría un dinero extra que no esperaba.

–Está bien, solo porque te veo muy jo$&/#do, acepto ayudarte, espero no haya problema.

Más animado por el trato que había hecho con Jerónimo, Melquíades cambió de actitud, después de un rato se regresaron a su comunidad hablando de lo que harían.

En dos días se organizaron, avisaron a la clientela del médico que en caso de emergencias buscaran al veterinario, cuestión que les pareció natural y lógica a todos. El domingo en la mañana salieron Melquíades y su esposa rumbo a la capital, felices.

A Jerónimo se le multiplicó el trabajo, pero pensando en su ganancia extra, ni lo sentía. Al domingo siguiente llegó feliz y bien paseado, Melquóades, el médico, listo para seguir en su trabajo, con energías renovadas. Lo primero que hizo fue saludar a Jerónimo, el veterinario, y ponerse de acuerdo para arreglar cuentas.

Al día siguiente, Jerónimo acudió al consultorio del amigo con una lista de la gente atendida y un portafolio chico con el billete. Se sentaron listos para las cuentas y tomó la palabra Jerónimo:

–Como lo dijiste, carnal, no hubo gran problema, mira, fueron 12 con gripa, ya van de salida, del estómago, cayeron siete, les di como dijiste las medicinas con tus dosificaciones y todo salió bien. ¡Ahh! A Ponciano se la cayó el hijo menor de las trancas del corral y quedó todo charrasqueado, le entablillé el brazo derecho, debes revisarlo a ver si no está quebrado, pienso que solo está luxado.       

Con las que sí batallé un chin$&$#o fue con las parturientas, que se adelantaron, la luna hizo cuarto, y como las vacas, parieron antes. Ellas fueron, Camelita, la esposa de Teodoro, María Remedios que se cayó en el corral de las gallinas, y se le rompió la fuente, y su parto se le adelantó, la tuve qué asistir. También la Teresa, hija de don Juan, que, por cierto, sabe Dios quién es el padre del chamaco, y doña Joaquina, que ya ni batalla después de siete partos anteriores. Antes que te vayan con el chisme te lo cuento yo, todos los partos salieron bien, ¡Ahhh! pero… ¡no sabes lo que sufrí para que las condenadas se tragaran la placenta, como debe ser! Les expliqué que era necesario para la producción de leche buena para los chilpayates. Con la que más batallé fue con Joaquina, alegaba que ella nunca había hecho eso y daba harta leche a los chamacos, hasta que, por fin, logré que todas se tragaran por lo menos un pedazo. Entendieron que la ciencia avanza y ahora, eso era necesario.

El médico casi se desmaya al escuchar al veterinario:

–Pero no seas bruto, carnal, las mujeres no son como lo animales.

El veterinario, que era soltero aún, responde:

–Tú dijiste que era lo mismo que los animales, ¿no?

Después de un silencio un tanto embarazoso, ambos ríen a mandíbula batiente, al final de cuentas, su pueblo ha confiado en ellos, y a nadie le hace daño comer placenta.

Eso de la medicina es cosa seria.