Poder y deseo; la sucesión presidencial Excelsior

Poder y deseo; la sucesión presidencial. Noticias en tiempo real 29 de Noviembre, 2021 07:05

PASCAL BELTRÁN DEL RÍO Y JOSÉ ELÍAS ROMERO APISCapítulo 1Hace casi nueve meses que el presidente Andrés Manuel López Obrador abrió el juego de su propia sucesión.
El 11 de marzo pasado, en su conferencia mañanera, presumió que el movimiento político que encabeza tiene un “relevo generacional” que hará posible que el próximo mandatario continúe el proceso de cambio que él emprendió.
Nunca antes en la historia moderna del país había hablado un Presidente de forma tan abierta sobre la sucesión ni había dado tan anticipadamente el banderazo de salida a la carrera.
Cómo terminará esto en 2024, es de pronóstico reservado.
Hoy Excélsior inicia una serie sobre la sucesión presidencial, mirando hacia atrás para tratar de entender lo que viene.
En entregas mensuales, escritas por Pascal Beltrán del Río y José Elías Romero Apis, se revisarán las características de los anteriores procesos de relevo y el papel que han jugado en ellos los mandatarios en turno.
Los autores están conscientes de que ninguna carrera por la Presidencia es igual a otra, pero, a la vez, están seguros que, en su condición de Gran Elector, los presidentes se parecen a sus antecesores más de lo que ellos mismos quisieran creer.
Poder y deseoEl título de esta serie que hoy iniciamos parece robado a Francisco I.
Madero.
Pero nada de eso.
Tan sólo se lo pedimos prestado y lo adaptamos a nuestros días, aunque, a diferencia de él, nosotros no queremos derribar a régimen alguno ni tenemos intenciones personales en las elecciones venideras.
Nosotros tan sólo somos espectadores, como muchos millones de mexicanos.
Pero es muy claro que en muchas ocasiones los espectadores se entusiasman más que los jugadores.
Para éstos, es apenas un episodio de su profesión, así sea el momento culminante de ella.
Pero, para el público, llega a ser toda una pasión o, por lo menos, una emoción.
 Por ello, estuvimos considerando la conveniencia de estar en contacto con los lectores para platicar sobre un proceso político que hoy renace después de estar en desuso durante 30 años.
Los mexicanos nacidos después de 1994 votarán por primera vez en una elección presidencial jugada bajo las antiguas reglas del “tapadismo”, tal como lo hicieron sus padres en ese año, sus abuelos en 1964 y sus bisabuelos en 1934, así como sucedió en todas las elecciones efectuadas entre esas fechas.
Esos jóvenes electores se merecen una explicación de lo que va a suceder en México y con México el primer domingo de junio del año 2024.
Principalmente para ellos, aunque no solamente para ellos, es que tomamos la decisión de escribir a cuatro manos por primera vez en nuestra ya larga vida dentro de Excélsior.
Es muy curioso, pero casi siempre los presidentes han sentido el deseo de una extensión del poder o prolongación de su mandato.
Que su sexenio durara más de seis años.
Que esos 2 mil 200 días les han parecido poco.
Para ello han acariciado la idea de cuatro sistemas que les aparecen a primera vista.
Hay que aclarar que no siempre es su iniciativa la que germina esas calenturas, sino que a ello contribuyen mucho los lambiscones que les repiten y les convencen de que la Patria los necesita y de que no existe ni existirá otro mexicano que los iguale en virtudes y en prodigios.
El primero de esos artilugios extensionistas ha sido, desde luego, la reelección.
No obstante que México la repudia y la prohíbe, sin excepción de ciudadano alguno.
No sólo la impide la Constitución, sino que además se le considera contra la naturaleza de nuestra política, de nuestra moral, de nuestra historia y de nuestro pudor cívico.
Todo ánimo reeleccionista es visto como una monstruosidad y no sólo inaceptable, sino, además innombrable.
Así que, descartada esta quimera, han pensado en un segundo truco llamado “prórroga del mandato”.
Este disfraz consiste en no convocar a una elección sino en decretar una prórroga del sexenio sin reelección alguna.
Es tan burdo y tan absurdo que también ha ido a parar a la letrina política, para no ensuciar el basurero.
El tercer engaño ha sido el “Maximato”.
Colocar como sucesor a un pelele que sirva de títere al mandatario que formalmente ha terminado pero que, en realidad, prosigue gobernando bajo un seudónimo.
Existió durante siete años, pero fue aniquilado y proscrito desde 1935.
Es una trampa ya muy rancia.
Por último, existe el mecanismo en forma de herencia.
Propiciar la sucesión en alguien querido e identificado que pueda proseguir la obra del finado y finito redentor.
Pero no ha funcionado a cabalidad, y el testador siempre se ha llevado el chasco que le ha pintado su heredero.
Cualquier disposición hereditaria implica dificultades anímicas y emocionales para el testador, es decir, para el futuro finado.
Desde luego y para comenzar, la aceptación de la idea ineludible de que la vida es finita y que, frente a ello, no hay remedio.
Los sexenios terminan y no hay vida después de la vida.
No hay nada que hacer y eso debe ser aceptado.
Los césares vivían con dos ideas permanentes que, además, estaban obligados a recordar todos los días.
La gloria del mundo es pasajera, sic transit gloria mundi, y acuérdate de la muerte, memento mori.
Con ello recobraban la conciencia de que el poder tiende a nublar y a extraviar.
Pero, junto a la idea de la finitud, aparece la de la sucesión.
No sólo se trata de que ya no estaré sino, además, de que estará otro que no soy yo.
Aquí es donde surgen los laberintos del proceso sucesorio presidencial.
Pero, a diferencia de la herencia privada, la herencia del poder tiene varias complicaciones adicionales.
La primera es que se trata de una herencia en vida.
Todavía le quedarán años para ver “con sus propios ojos” cómo se sientan en su trono, cómo usan su corona y cómo gobiernan su imperio.
Todo ello, que antes fue propio y que nunca volverá a serlo.
Otra de las complicaciones es que se trata de una herencia indivisible.
En otras palabras, que uno solo será el único heredero y todos los demás quedarán desheredados.
La verdad inconmovible es que el presidente mexicano dura seis años (o cinco años y diez meses en el caso del actual periodo de gobierno).
Ni un día más ni un día menos.
Durante ese tiempo no hay poder que lo quite, pero una vez consumado, no hay poder que lo salve.
Pero esa ilusión hereditaria es lo que ha conectado nuestras generaciones sexenales y a eso nos dedicaremos en estas líneas.
Hasta hace algunos meses, no sabíamos si el presidente Andrés Manuel López Obrador rescataría el legendario juego priista del “tapado”.
No se jugaba desde hace 1993.
Así como ha resucitado muchas prácticas ortodoxas del tricolor, ya dio inicio a la carrera por la sucesión presidencial.
Parece que el Gran Elector nos librará de pensar, de valorar, de dudar, de decidir y de resolver.
El “Tapado” hoy vale recordarlo, sobre todo para los jóvenes.
Surgió por la necesidad de contener la ola magnicida de los años 20.
Plutarco Elías Calles cambió las reglas.
No habría contienda.
Un solo hombre decidiría.
Los mexicanos ya no se matarían por el poder.
Así fue durante 70 años.
Algunos dicen que debió concluir 30 años antes.
Otros dicen que valdría haberlo prorrogado 30 más.
Hoy parece que volvemos a esa práctica, que no es buena ni mala en sí misma.
Es la decisión interna de un partido y, por lo tanto, a nadie fuera delpriismo le corresponde laudarla o denostarla, mucho menos modificarla.
Es bueno que cada partido valore su propia esencia y no la ajena.
Vale aclarar que no se pretende elogiar a un sistema o denostar a otro.
Ambos han demostrado que pueden ser buenos o malos en su eficiencia para elegir.
Durante las décadas de 1930 a 1994 en las que hubo elección unipersonal podría decirse que en cuatro de cada cinco episodios se eligió a lo mejor, dentro de lo que había.
En las cuatro elecciones con decisión ciudadana desde el 2000 hasta el 2018, cada lector saque su cuenta de las ocasiones en que el electorado mexicano ha acertado y las veces en las que ha errado.
Lo anterior quiere decir que ni el “tapadismo” ni la democracia garantizan el acierto electoral y sucesorio.
Ahora probaremos un sistema híbrido.
El partido Morena postulará a un candidato generado en la voluntad unipersonal de su líder único e indiscutible.
Sin embargo, esa candidatura ya no será un pase automático hacia la silla del águila.
Tendrá que contender contra otros partidos y sólo el destino y los electores decidirán el futuro.
Parafraseando a Alexis de Tocqueville, el PRI y Morena serán fuertes, siempre que no se horizontalicen.
Mal les iría si convocaran a un plebiscito para decidir  sus candidaturas.
Por el contrario, el PAN será fuerte siempre que no se verticalice.
Mal les iría si sus candidaturas las deciden sus jerarcas, ninguneando la voluntad de sus correligionarios.
 En estas circunstancias, la candidatura presidencial de esos partidos verticales es una decisión unipersonal.
No se comparte.
No se consulta.
No se comenta.
No participan en ella ni los poderes gubernamentales ni las Fuerzas Armadas ni las cúpulas empresariales ni las potencias extrajeras, ni las opiniones técnicas.
Es el acto de poder más unipersonal y, por lo tanto, más solitario de nuestro sistema.
Por eso mismo no se sabe cuándo se gesta ni qué lo genera.
Es una decisión íntima.
En consecuencia, nadie tiene información sobre ella y, cuando el Gran Elector parece que se confiesa, su confidencia ha solido ser deliberadamente embustera.
Ni sus esposas ni sus hijos ni sus hermanos ni sus socios ni sus amigos ni sus novias y ni siquiera sus elegidos lo han sabido con anticipación.
Pero, más aún, los protagonistas nunca lo han relatado, salvo como crónica mendaz.
Es una decisión no siempre libre.
Por el contrario, la mayoría de las veces se ha tratado de una decisión forzada por las circunstancias o por las coyunturas.
En las 15 candidaturas presidenciales decididas por el PRI bajo este método, sólo en tres ocasiones han triunfado los deseos personales del Gran Elector.
En los otros 12 fue una decisión obligada o circunstancial.
Antonio Ortiz Mena no fue candidato porque la economía estaba muy bien y, por lo tanto, era prescindible.
Miguel de la Madrid fue candidato porque la economía estaba muy mal y, por lo tanto, era imprescindible.
Miguel Alemán, Díaz Ordaz y Salinas decidieron, respectivamente, a favor de Adolfo Ruiz Cortines, de Luis Echeverría y de Ernesto Zedillo porque no tuvieron de otra ni “Plan B”.
A su vez, Ruiz Cortines, López Mateos y De la Madrid decidieron a su puritito gusto.
Y Echeverría decidió a favor de López Portillo no se sabe por qué causa y no se sabe si él ya lo sepa.
Los aconteceres de los grandes hombres no siempre constituyen una epopeya sino, en algunas ocasiones, son bien ordinarias las circunstancias en las que se desenvuelve el líder de una nación.
Porque la mayoría de los grandes hombres tiene muchos amigos y muchos enemigos.
La mayoría produce muchos aciertos y comete muchos errores.
La mayoría se entusiasma, se ilusiona y se apasiona.
La mayoría se enoja, se confunde y se asusta.
La mayoría se cansa, se altera y se enferma.
Es frecuente que el alto gobernante sufra y, además, que tenga que sufrir en silencio.
Sin esa fortaleza no podría soportar, con entusiasmo y sin fatiga, los requerimientos del encargo, los desvelos, los esfuerzos, las incomprensiones, las dificultades, los fracasos, los peligros, las soledades, las ingratitudes, los sacrificios y hasta las renuncias personales.
Así, el presidente mexicano, a lo largo de los primeros 70 años priistas, casi siempre influyó en las decisiones más importantes de su partido.
Lo mismo en declaraciones de principios, en programas de acción, en estatutos, en métodos de proselitismo, en desarrollo de campañas y en postulación de candidatos, se han tomado las decisiones con la opinión o con el consenso o con la aprobación o con la decisión del Presidente de la República.
Siguiendo en ello, en un partido político donde lo que cuenta es el logro del triunfo electoral, las decisiones deben tomarse, democráticamente, en función del conteo de la aportación de posibilidades y no puede valorarse igual, dentro de un partido, a aquel que aporta un millón de posibilidades que a aquel que sólo puede aportar diez o a aquel que no sólo no las aporta, sino que las resta.
 Es decir, no se puede tratar igual a la voluntad de un líder de un millón de ciudadanos que a la de un militante sin seguidores, por muy respetable que sea.
Los órganos de alta decisión de un partido, llámense consejos políticos, convenciones de partido, asambleas nacionales, consultas a las bases, auscultaciones periféricas, sondeos y encuestas, cónclaves cerrados o mil formas más que proponga la imaginación y la fantasía, deben tener la mínima congruencia de corresponder a los propósitos esenciales de dicho partido.
Sin embargo, de allí a creer que estas decisiones se gestaban a puro capricho unipersonal hay mucho trecho.
Si repasáramos algunos hechos muy evidentes de nuestra historia, como es la postulación de los candidatos a la Presidencia de la República, veríamos que el gobernante en turno ha sido decisivo y decisor en todas ellas pero que, en la gran mayoría de los casos, su decisión no ha coincidido con los dictados de su más puro gusto o voluntad.
 En algunas ocasiones a estos íntimos deseos se les han atravesado las circunstancias coyunturales de la política nacional.
En otras, la debacle del propio consentido.
En otras más, los azares del destino unas veces en forma de accidente y otras más en forma de crimen.
Solamente en tres casos, durante 70 años, se advierte muy claramente el triunfo absoluto de las preferencias presidenciales.
Éstos fueron la decisión de Adolfo López Mateos a favor de Díaz Ordaz, la decisión de Miguel de Madrid a favor de Salinas de Gortari y —concedamos, a pesar de su cripticismo—, la de Adolfo Ruiz Cortines a favor de López Mateos.
Más allá de estos casos, el resto ha sido producto de la razón y no del corazón.
Han sido casos donde los aficionados al dominó dirían que los presidentes “jugaron forzado”.
Así, a todos los presidentes les llega su final.
Porque los gobernantes son efímeros y transitorios, por lo menos en los regímenes democráticos.
Más transitorios mientras mejor esté instalada la democracia.
Solamente los ciudadanos somos permanentes.
Solamente nosotros permanecemos después de que ellos se van, para contarle a sus sucesores lo que ellos hicieron de bueno o de malo con nosotros.
Lo que les debemos, si les debemos algo, así como lo que ellos quedaron a debernos o todavía nos lo deben.
Para comenzar, recuerdo que alguien, con ingenio, ha bautizado con el nombre de post imperium a este padecimiento de la clase política, que bien podría ser traducido como la “enfermedad del poder perdido”.
Es una patología que, en mucho, puede ser comparada con una discapacidad sicosomática.
Digo que es una disfunción síquica porque el enfermo es más imaginario que real.
En verdad no está disminuido, pero él se siente lisiado, baldado y tullido.
Al regresar a su condición de normalidad, un expresidente la siente como una condición de inferioridad.
Para él, quienes no son presidentes le resultan inferiores y él se da cuenta de que ingresa a una inferioridad insoportable en la que vivirá el resto de su vida.
Por si fuera poco, es usual que los expresidentes tengan que soportar los ataques de sus exgobernados, en ocasiones justificados y otras más tan sólo injustos.
Esto es paradójico.
Por una parte, la incomodidad de cargar con un bagaje que acarrea críticas, chistes, calumnias, injurias y bajezas mientras, por otra parte, añorar ese estatus que lo ha llevado a ser mal visto por los suyos.
 La que en la política mexicana se conoce como la era del “tapadismo” fue una época que motivó miles de páginas.
Novelas, caricaturas, noticias, análisis, reflexiones, ensayos, tesis y amplios estudios.
Sin embargo y a pesar de tal profusión, uno de los arcanos más herméticos del sistema político mexicano, durante casi un siglo, lo constituyen el momento y las palabras con las que el Gran Elector comunicaba a su sucesor que había resultado ser el Gran Elegido.
Las razones de tal secrecía son muy fáciles de entender, pero muy difíciles de explicar.
Baste decir que los protagonistas y los testigos directos de tales sucesos han guardado una extrema discreción.
Por eso casi todo lo que se ha comentado son suposiciones que, aun siendo acertadas, no necesariamente gozan de la certificación.
Más aún, de los pocos que han osado hablar de ello fueron Luis Echeverría y José López Portillo, respecto del destape de este último.
Pero son tan distintas y tan contradictorias sus respectivas declaraciones que nos dejan sumergidos en la total tiniebla.
No coinciden ni las fechas ni las palabras ni los contenidos.
A esta misteriosa plática entre elector y elegido el inteligente novelista mexicano Luis Spota dedicó un libro que, por ello, intituló Palabras mayores.
Esta denominación se refiere a que suele suceder que, a los más notorios aspirantes, todos les dicen que ellos van a ser el próximo Presidente-de-la-República.
Sus empleados, sus amigos, sus familiares, sus lambiscones, sus esposas, sus novias, sus meseros, sus vecinos y hasta sus contrincantes o sus enemigos.
Pero toda esa hueca palabrería, vertida a lo largo de meses, si no es que de años, carecía de valor.
Nadie sabía lo que decía porque nadie sabía lo que realmente iba a pasar.
Solamente había un mortal plenamente enterado.
Por eso, cuando este hombre le informaba al otro la decisión que ya había sido tomada, sus palabras se convertirían en las más importantes que alguien podía haber escuchado en toda su vida.
Ahora, pues, regresa el “tapadismo”, aunque no sea el ortodoxo de antes.
El Presidente incluyó a algunos morenistas que tienen posibilidades reales y a otros sin la más remota posibilidad.
El “Tapado” en un juego sólo de los partidos en el poder.
Los retadores juegan bajo otras reglas.
El Presidente inscribió a Tatiana Clouthier, a Juan Ramón de la Fuente, a Marcelo Ebrard, a Esteban Moctezuma y a Claudia Sheinbaum.
Sin embargo, nada impide descartes ni limita encartes.
Por eso pueden incorporarse Ricardo Monreal, Adán Augusto López y Zoé Robledo.
Acaso, si fuera necesario, también Luisa María Alcalde, Alfonso Durazo o Delfina Gómez.
Sería muy audaz enlistar a Hugo López-Gatell, a Mario Delgado, a Cuauhtémoc Blanco, a Layda Sansores o a Félix Salgado Macedonio.
Pero sólo hay una persona que encarta y descarta.
Los mirones somos de palo.
 En las fuerzas opositoras podrían incorporarse, en orden alfabético, Enrique Alfaro, Ricardo Anaya, Maru Campos, Marko Cortés, Alfredo del Mazo, Enrique de la Madrid, Francisco Domínguez, Omar Fayad, Samuel García Sepúlveda, Alejandro Murat y todo lo que permita la imaginación, incluyendo empresarios como Ricardo Salinas Pliego, intelectuales como Héctor Aguilar Camín o ídolos artísticos como Alejandro Fernández.
En toda sucesión presidencial hay algunos que son inscritos para ganar.
Pero otros tan sólo participan para ayudar a un favorito o para estorbar a otros contendientes.
Y algunos son inscritos porque sus patrones nada más los utilizan para engordar la lista.
Sin embargo, en realidad nadie está totalmente fuera de posibilidad.
Nada más hagamos algo de memoria.
Un año antes de su postulación, nadie hubiera apostado algo por Adolfo López Mateos, por Ernesto Zedillo, por Vicente Fox o por Felipe Calderón.
En todos los países la sorpresa ha sido parte de la historia.
La sucesión presidencial es el juego más cruel de la política mexicana.
Con él nos divertimos los ciudadanos, pero quienes más lo gozan son los presidentes.
Disfrutan al ver los afanes, las angustias y los trances de los contendientes.
Juegan con ellos como si fueran barajas de recambio o piezas de tablero.
Los engañan, los ofenden, los humillan, los lastiman y, en ocasiones, hasta los destruyen.
Creo que sólo Adolfo López Mateos no jugó con ellos, pero fue una excepción histórica.
Porque Adolfo Ruiz Cortines jugueteó con todos, hasta con su delfín.
Luis Echeverría guaseó con Porfirio Muñoz Ledo.
Miguel de la Madrid traveseó con Manuel Bartlett.
Carlos Salinas se divirtió con Manuel Camacho.
Ernesto Zedillo fintó con Esteban Moctezuma.
Quizá por eso se fueron del PRI y serían valederas sus razones.
Por último, deberán tomarse en cuenta varios factores que mencionaremos sintéticamente.
Uno de ellos es la longitud de la contienda versus el aguante de cada participante.
Ésta será larguísima debido al inicio tan tempranero.
De hecho, sería la más larga de la historia.
Los que no tengan mucha resistencia van a rezagarse en los tramos finales.
El segundo es la condición de la contienda.
De seguro que será insegura.
Un mal discurso, una declaración inoportuna, una decisión desafortunada o una intriga bien sembrada.
Una Presidencia se gana o se pierde en unos cuantos segundos.
Un tercero es el peso que soporta.
Mucha carga política puede vencer la resistencia de manera anticipada.
Una reclamación de Joe Biden.
Una furia ciudadana.
Un escándalo íntimo.
Un disgusto de Andrés Manuel López Obrador.
 El cuarto factor serían los golpes entre contendientes, como la Línea 12 del Metro.
El quinto es la estrategia, que no requiere explicaciones.
El sexto es la ayuda que les quiera prestar el Gran Elector.
No sabemos si AMLO se la preste a alguien o deje que compitan a navaja libre.
Y el séptimo es la suerte y, a veces, hasta los milagros.
En la sucesión presidencial muchas veces han jugado los hados, el azar y hasta la muerte.
 En la carretera y en la política es muy peligroso no ver las curvas, no respetar las señales, no tener visibilidad óptima, no estar en buenas condiciones y no abrochar el cinturón.
La colisión puede ser fatal y así ya lo han pagado muchos conductores inexpertos, sus pasajeros invitados y hasta los metiches polizones.
En fin, todos quisiéramos conocer el futuro de manera anticipada.
Pero estemos tranquilos.
Como lo decían los clásicos: “¿Para qué lo adivino, si lo voy a saber? ¿Para qué lo pregunto, si me lo van a decir? Y, ¿para qué se los pido, si me lo van a dar”.
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